La edad me hace agua.
La negrura de mis uñas acusa el ritmo acelerado
con que se me despega esta piel viscosa
empujada por la muerte de la costumbre.
Respiro.
Saco mi alma a pasear.
Leo en el diario las palabras de la mansedumbre
y me siento en una plaza a echar unas lágrimas,
contemplo la errancia de las palomas.
Me siento bello a pesar del calendario,
amo a los gatos, los pies descalzos y la posibilidad
de que la boca
constituya algún día
el sonido del primer pájaro.
Declino de participar en ceremonias.
Constato el hecho irrefutable
de que todos los hijos no nacidos
están bailando adentro de un minuto.
En el movimiento de cada reloj
susurra una multitud de desesperados
corriendo maratones por las calles de la ciudad ocupada.
Nos encapuchamos.
Comemos con vergüenza,
sentimos frío cuando despunta la mañana,
contamos los días que faltan para el verano,
lavamos nuestra ropa por última vez
y llenamos de sangre nuestras cantimploras.
Los años han pasado por delante de la cordillera
solemnemente,
los arrieros aún cruzan los pasos prohibidos
para abastecerse del vestigio milenario
de terremotos y erupciones.
Mientras tanto
los hijos del cielo y el infierno
duermen ocultos bajo las sábanas del estado nacional.
Yo perdí demasiado volumen anunciando los límites del lenguaje,
quedé en mis huesos, cristo y negra,
malgasté mi nombre y la vocación de la prédica, todo esto
conforme se vaciaban las iglesias
y crecía en los vientres de la esclavitud
el miedo al flujo constituyente.
El fuego no sugiere: acusa el pantano de lo cierto.
El funeral de una época gangrenada,
lo triste que puede llegar a ser la razón
ante la evidencia de cien toros sangrando su unidad.
En efecto, la impunidad es un crimen
como también lo es el ritalín y los matinales de la televisión.
Los militares aún esperan
la acumulación de fuerzas del proletariado
para hacer desfilar sus yataganes por los cuellos sublevados.
No habrá cuartel; no debe haber sentimientos bajos.
Pero cuán carcelaria puede llegar a ser
la palabra piedad,
la grúa de esa construcción,
la vacación, la siesta y el peso del concreto,
su densidad y su tonelaje.
O las cajas apiladas afuera de los supermercados.
El pan envasado. Las botellas de mar.
Sin colores,
……………….sin embargo, nec sperare nec metuere
se advierte la fuerza de todos los lenguajes que han negado.
En la emergencia de mis terceros molares,
en el olor de los cementerios indígenas
y en la temperatura de la sangre oxigenada,
estamos perdiendo el cálculo
con el pretexto de emprender el rumbo hacia la vida.
Después de este paso, ya no podremos enumerar,
sólo consagrarnos al viento revolucionario
que enuncia: si éste es el ánthropos, él mismo ya no confía en su rostro,
su deuda se deshace en cada poro de nuestra nueva piel.