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Habitamos la distopía

En este territorio capturado por Chile no es necesario ocultar nada.

Hace poco un periodista económico británico señalaba, con preocupación y espanto, cómo Chile podía llegar a ser el futuro de EE.UU. Apuntaba a que las condiciones de vida, o mejor, las condiciones político-sociales de los trabajadores chilenos eran similares a la esclavitud del siglo XIX

¿Quién que habite esta franja de tierra e intente reproducir materialmente su vida, o simplemente esté atentx, podría estar en desacuerdo con tal afirmación? Nadie que no esté mintiendo o no le convenga, o bien, no tenga mucho tiempo. La posibilidad de volver visible lo evidente está para cualquier inteligencia que se tome el tiempo de leer el libro de la contemporaneidad. No hay necesidad de ningún iluminado. Aún así, un matiz sería oportuno: estas condiciones político-sociales son también infinitamente distintas.

En esta metrópolis post-apocalíptica, los esclavos estamos indefectiblemente movilizados.

No solo estamos brutalmente ocupados, sino que las condiciones de realización individual atan de por vida a la mantención del movimiento. Se trata de esclavos que no pueden detenerse, no pueden aquietarse, no pueden no estar autoconminados a la gestión de su vida, y con ello asegurar la perpetuación y naturalización de la acumulación. Ya saben, se trata de la producción de deseos y de la imposición de la deuda, de su gestión, de su rentabilización, de su incorporación funcional a la máquina neoliberal.

Se han dispuesto, en este experimento constantemente renovado, una serie de dispositivos que tienen como fin armonizar la división objetiva del mundo,  o sea el mundo según los dominantes, según los ricos entre los ricos; con los esquemas subjetivos de apreciación, con las intensidades, con los deseos, o sea con cómo vemos y valoramos al mundo y nuestras posibilidades (una descripción casi completamente acabada de éstos podría obtenerse de la lectura de las reformas decretadas desde el 78 al 86). Y así independientemente de los resultados, como la pauperización de la vida, la expansión del estrés y la depresión, la completa inseguridad laboral y vital, etc. La explicación nunca podrá negar la razón del modelo. Tal como en los libros de autoayuda, la responsable del fracaso será siempre la persona, jamás el método –le falta creer, le falta esforzarse, le falta suerte. Y así aquí en esta geografía, desde Pinochet que con altos y bajos, se ha hecho irrelevante ocultar algo.

Habitamos la distopía porque no se necesita ocultar nada. No se necesita ocultar nada porque los esclavos están movilizados y la sola posibilidad de la satisfacción de sus deseos, depende de su participación en la mantención de su esclavitud.

No hay que ocultar nada tampoco, porque acá, en nuestra distopía la casta dominante está debidamente separada, y ha democratizado el derecho a separarse entre aquellos a los que se les impone la igualdad abstracta -la del mercado- allí donde se manifiesta su igualdad concreta -la de la necesidad del trabajo. La casta dominante no se ve, salvo cuando se deja mostrar y celebrar (en sus edificios-monumentos o en el show teletón, por ejemplo). Ha construido una ciudad fantasmagórica para ellos, y ha fractalizado a su imagen y al deseo de su imagen, la ciudad completa. En Santiago rutas veloces y exclusivas, parcialmente pagadas por nosotros los esclavos, unen un punto inmunizado con otro, asegurando en el trayecto que la mezcla sea imposible y la separación agradable.

Una fabulosa economía de la habitación consigue al mismo tiempo ahorrarle a los faraones la contemplación de las molestas miserias, y a los demás una exposición demasiado directa, poco mediatizada, de la indignidad del poder económico. La tendencia a la separación, se convierte en necesidad de la separación, y luego esta deviene valor, motor del progreso. La idea de la escala, es decir de lo cuantificable, calculable y jerarquizable, tuvo en el discurso meritocrático su filosofía políticamente correcta, la cual sostuvo la implantación del régimen gubernamental actual. Sobrevive ahora solo en su reflujo, en grotescos reclamos que apuntan al derecho a reducir al mínimo, casi aniquilar, al potencialmente molesto, y a defender el mundo que asegura la acumulación creciente.

Como en toda distopía, si aún se conserva el lenguaje jurídico por ejemplo (y se argumenta “algo” en casos como el de Larraín), no es en ningún caso para engañar a nadie, en tanto casta aquello aparecerá medianamente despreciable; sino únicamente para la mantención del código que asegura la operación de la ficción, es decir, para que el derecho mismo crea que aún tiene algo que ver con la justicia, y que por tanto, aún tiene autonomía. El lenguaje es parte del dispositivo jurídico, no tiene ninguna otra intención más que la reproducción del dispositivo –no pida jamás ponderaciones de justicia a ninguna decisión jurídica, pues no son jurídicamente relevantes. Frente a esto el ejercicio cotidiano demuestra con enceguecedora claridad la constitución de la dominación en el Chile distópico. La casta económica dominante, que incluye a la mayoría de los políticos y sus matices, ha dispuesto las leyes del mundo y el mismo mundo a su favor, y ha hecho de la eterna necesidad del movimiento de los esclavizados, una inercia casi intolerable, pero plagada de estímulos. Embrutecedoramente estimulante, lo que hace de la relación de espectador con el mundo no sólo la más difundida (del cuerpo a la política) y única legítima, sino la más deseable.

La distopía, el peor de los mundos posibles, se vive aquí y allá, y amenaza con expandirse en su versión más brutal. Chile tiene aquí un puesto de avanzada, por eso sus luchas no pueden olvidar que, como a cualquier gobierno despótico, no es posible solicitarle que distribuyan voluntariamente lo que consideran suyo por hecho y derecho, sino que aquello que se impone como necesidad, como urgencia, es definitivamente un cambio de Régimen.