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APOCALYPSE NO RUSH. Fin del mundo y aire acondicionado.

Texto aparecido en el lundimatin#156, el 10 de septiembre 2018. Traducido, colaborativamente, para Vitrina Dystópica

Con el reportaje del Le Monde respecto de los territorios contaminados para siempre por el hombre (“Contaminaciones”[1]), la advertencia de 700 científicos franceses en uno del Libé[2] y la marcha por el cambio climático del sábado[3], uno se pregunta si quizá la renuncia de Hulot[4] ha tenido más consecuencias que una catástrofe ecológica real. Anunciar el fin del mundo y pedir a quien está en el poder que lo difiera[5] no tiene nada de novedoso: publicamos aquí un artículo que se propone remontar a los orígenes cristianos del discurso sobre el fin de los tiempos. Se trata de comprender por qué se habla del fin del mundo, cuáles son las hipótesis deslizadas para repelerlo y qué poderes se encuentran así movilizados.

“En el polo norte, increíbles máximas de calor… California está carbonizada por el incendio más grande de la historia… Los pájaros desaparecen silenciosamente de la campiña francesa… Un terremoto ha sacudido una vez más la isla indonesia de Lombok… Los escandinavos cierran las autopistas porque el asfalto se derrite…”

Imposible este verano olvidar el mundo, tan grande es el derrumbe en que éste va. El tiempo blando de las vacaciones no ha cesado de ser interrumpido por las catástrofes. Éstas se multiplican, se aceleran, confrontando aún más al presente con la inminecia del fin de los tiempos. Incluso las voces de los periodistas dejaron de sonar falsas por un momento. ¡Apocalispsis obliga!

Tomando un poquito de distancia, nosotros recordamos que la disposición de vivir el tiempo en el horizonte del fin, no es otra cosa que la herencia de nuestra identidad cristiana.

Hace dos mil años, se escribía así:

Y la tercera parte de la tierra fue consumida, y la tercera parte de los árboles fue consumida, y toda la hierba verde fue consumida. Las aguas se volvieron amargas, las criaturas que allí vivían desaparecieron masivamente y la noche perdió su claridad. Se creía que el orden de las estaciones y los elementos que había reinado desde el principio durante los siglos pasados, había vuelto para siempre al caos y que éste era el fin de la especie humana.

Hace mil años, podíamos leer:

Así los hombres son invadidos por el agua y el fuego; los huracanes y el mal tiempo les roban los frutos de la tierra; las plantas se marchitan porque el aire limpio está rancio, de modo que el verano a menudo tiene frío y el invierno un calor inoportuno, a veces, entonces, una sequía muy desoladora, y otras una sobreabundancia tan grande de lluvia, que muchos creen que el fin del mundo está cerca.

Desde que el tiempo devino cristiano, lo vivimos sempiternamente de la misma manera: volteados hacia el fin. Y es al mundo al que le corresponde anunciarlo. Una vez más estamos aquí: hay fenómenos aterradores y en el cielo grandes signos.

Podríamos batirnos entre el miedo y la esperanza. Podríamos estudiar las hipótesis, los métodos y las cifras de aquellos cuyo empleo es modelizar el clima. Podríamos arrojarnos a los brazos de los profetas que llaman al arrepentimiento. Pero nada, absolutamente nada de eso. Lo que es notable con nosotros, los modernos en fase terminal, es la apatía blanda, la indiferencia escéptica y la indolencia curiosa con la que consideramos la catástrofe.

No seremos los primeros en vivir el fin de los tiempos, pero sí los primeros en vivirlo de esta manera tan desafectada. “Este verano sólo hay catástrofes. Qué fome…”. En otros tiempos del fin, conocimos conductas totalmente otras. Los eremitas de los primeros siglos se instalaron al borde del desierto para estar preparados. Los enrabiados de Münster partían a asaltar al clero para acelerar el tiempo del sufrimiento. Los hombres, solos o en grupos, se hacían cargo de la verdad del fin, lo reconocían. Las existencias se polarizaban en la oposición a este mundo ya muerto. Entre los signos de que un mundo se acaba y los gestos, se buscaban las conexiones. El drama de los últimos días no era una quimera a lejana distancia, sino una verdad infalible y que se sentía, casi a cada instante, a punto de realizarse. Pero nosotros, nosotros no sentimos nada. Ahora que todo se derrumba, somos resueltamente indiferentes.

Claro, habría una explicación para esta pasividad. Es cierto que nosotros asistimos a la catástrofe de lejos y a través de la imagen. Se dirá, entonces, que somos espectadores, que aquello nos previene de toda catástrofe efectiva. Es cierto, pero se queda corto. Porque todo afecto, incluso el más vacío, expresa al mundo. La indiferencia es nuestra manera de relacionarnos con el mundo, en tanto termina. Es nuestro vacío interior para vaciarnos de la exterioridad. De alguna forma debemos sacar fuerza de tanta debilidad.

¿Cómo puede preocuparnos tan poco? ¿En qué economía de la salvación[6] encontramos la fe de continuar como si nada pasara? Nos equivocamos si describimos a nuestros contemporáneos como gozadores apocalípticos que aprovechan, desbordantes de pulsiones, los últimos instantes del mundo. Porque sus goces son tristes y dócilmente dosificados. Después de mí, el diluvio. Puede ser, pero a condición, de que en lo inmediato no lo sea todavía.

No viven el fin del mundo como si lo pudieran impedir, lo que demandaría un completo viraje en la existencia. No lo olvidan tampoco como si pudieran olvidar todo lo que perciben o todo lo que, justamente, ya no perciben más. Lo viven como un plazo extra, la prórroga del final. Les queda aún un poco de fe en la posibilidad de diferir, de (in)diferir la catástrofe. Y es ahí donde repiten, ingenuamente, la historia cristiana, justo en su misma afectividad.

En los primeros tiempos de esta historia, no se trataba para nada de retardar las cosas. Cristo había venido a proferir la palabra de Dios. A eso le debía suceder el reino del Anti-Cristo que entregaría el mundo al caos bajo todas las formas del pecado: las discordias, los malvados príncipes, las hambrunas, las efermedades, los cometas, antes que regresara a establecer aquí mismo el paraíso de los humildes. Entonces los hombres de fe sabían qué hacer para vivir de otro modo los tiempos: sustraerse de las leyes, acabar con las medidas de resguardo contra la angustia y mantener una bella inmanencia.  Sin embargo, no contaban con la Iglesia. Ella inventó el retardamiento y la inquietud a perpetuidad. Ella se hizo cargo del plazo de gracia.

En un momento de perversión dialéctica, el pillo de Tertuliano les hizo un gran favor cuando tuvo la idea de entregar al persecutor la tarea de retardar las persecusiones. “¿Ignoramos, decía, que la catástrofe final que amenaza el universo, la suprema clausura del tiempo con todas las calamidades que esta traerá, está solamente suspendida por el concurso del Imperio Romano?” To Kathekon, aquello que retiene el fin: el Imperio Romano. La idea era orar para retardar el fin, confiando en un poder que pudiera hacerlo. Agustín no tenía más que aceptar la apuesta. Ridiculizó esas historias de apocalipsis que armaban las resistencias contra los emperadores, separó lo celeste de lo terrestre, prohibió el paraíso aquí en la tierra y aseguró un reinado de mil años para la Iglesia. Pro mora finis. Para retardar el fin.

Estamos exactamente acá, confiando en un poder para retardar el fin. En eso somos cristianos, no porque esperemos un fin bienaventurado, sino porque tenemos fe en un poder que atrase el fin. Sin duda no hay poder en Occidente, desde Tertuliano, que no se estabilice bajo la amenaza del fin del mundo que retarda. Debajo de la ley, fuera de toda legitimidad, un poder se mantiene porque es aquello que retiene. To kathekon. Así, nuestra afectividad está atada al poder que difiere, por un tiempo, el desastre.

Nuestra indiferencia frente a la catástrofe deviene más clara. No es olvido ni paciencia. Llamémosle esper/ancia[7]: fe en un poder que pueda retrasar la debacle, aunque éste sea el responsable o porque es el responsable de la catástrofe. Espera [attendance] sin complemento de objeto.

¿Cuál es, entonces, nuestro Kathekon? Algunos parecen todavía confiar en el Estado para contener las catástrofes y la errancia humana que les acompañan. Sin embargo, es una fe aterrada, lista a tornarse contra el Estado que no detiene ya nada. Hay, no obstante, otra fuerza dilatoria sobre la cual descansan todas nuestras esperanzas. Es un poder que se ahorra la trascendencia para ejercerse, un poder siempre en operación y gestión: la tecnología. Nosotros decimos que, actualmente, es nuestra fe en la tecnología la que funda nuestra esper/ancia. La era de la tecnología, que es la nuestra, despolitiza el Kathekon y viene a clausurar la era teológico-política que realiza.

Es como a una religión que hay que considerar a la tecnología. Por cierto, no hay más que escucharla: ella pretende oficialmente salvar. En principio, salvar los cuerpos que presenta como posibles de reconstruir y perfeccionar desde el interior y en los más mínimos detalles. Pronto tendremos cuerpos 2.0, luego 3.0, que sólo morirán por la idiotez y mala gestión de su propietario. Y nuestros cuerpos aumentados recordarán a los cuerpos gloriosos descritos por los teólogos del siglo XI cuando prometían la resurreción. Cuerpos incorruptibles, de una pefecta belleza y capaces de moverse sin resistencia con una rapidez extrema. Las almas, a su vez, serán dentro de poco transferidas a soportes incorruptibles. Después de la silicona, el silicio. Devenidos super-procesadores, podremos comunicarnos, informarnos y actualizarnos a cada momento. Una vida de interfaz integrada al ciberespacio, una noo-existencia[8] prometida en la eternidad electrónica. Por supuesto, no todo el mundo será salvado. Serán los elegidos aquellos que puedan tomar el Arca.

Nuestros contemporáneos no son los desesperados que se resignan a las peores catástrofes. Algunos se regocijan sabiendo que, si el mundo perece, no lo harán ellos. Porque tienen la tecnología, máquina soteriológica[9].

La salvación deviene así cosa fácil. No pasa más por las Iglesias ni los Imperios. Ya no nos pide que confiemos en una trascendencia. Ya no nos exige conversión ni declaración de obediencia. Ha devenido individual y gestual, por la gracia de la tecnología. Pensemos por un instante en el acto de conectarse. Anula los cuerpos, el espacio y el tiempo. Da una impresión de omnipotencia. Proclama a cada momento la nulidad misma del mundo. Los seres que acampan semanas delante de Apple en la espera del próximo teléfono, saben muy bien lo que hacen: proclaman su candidatura a la salvación, porque ésta traspasa la figura del mundo y no hay nada más tranquilizador que tener en el bolsillo la máquina que lo hace posible. La economía de la salvación en la cual nos inscribimos prescinde de las instituciones: sitúa una salvación operacional y una redención ergonómica.

Claro, de un lado hay quienes ya sufren por los huracanes y la desertificación; y del otro, quienes aun asisten al espectáculo desde la ribera protegida. Pero la tranquilidad de los segundos se afirma únicamente en la fe. El pobre veraneante que “desciende” para su descanso anual descubre las tierras recién quemadas, pasa junto a los pálidos árboles que han renunciado a la fotosíntesis y se empapa de un mar sin vida. Pero, ¡felicidad! Se encuentra al fin con un Starbucks donde detenerse. El aire es fresco, la luz soberana y los alimentos abundantes.

Francia se convertirá prontamente en un país tropical… La canicule, pronto será la norma… Declaraban excitados los periódicos. Qué importa el clima, el aire acondicionado es una muestra de la Jerusalen celeste. To kathekon, lo que retiene el tiempo e impide el fin: la tecnología.

Pero nosotros, que no esperamos la salvación de un poder, que nos preparamos a atravesar las catástrofes, que no tenemos ningún deseo de retomar los complejos empresariales vitrificados ni las desoladas autopistas. Nosotros, seguimos helados frente a la tecnología. Y buenos alumnos de Heidegger, repetimos que ésta no es un instrumento, que no hay nada que hacer porque ella es voluntad de dominación que se desea a ella misma. Y esperamos que esta verdad sea obvia y que los humanos comprendan prístinamente. Vana esperanza, el kathekon destruye y retiene a la vez. Como Tertuliano al contar con el Imperio, han apostado a que la tecnología puede evitar por el hecho mismo que puede destruir. Es por esto que al mismo tiempo deploran sus estragos y celebran sus éxitos. Nosotros que maldecimos la tecnología, la conservamos sagrada.

No es revelando su potencia desatada que la tecnología pierde su aura, sino cuando su impotencia se vuelve evidente. No se necesita mucho para que todo el imaginario de la racionalidad que hace y deshace el mundo se derrumbe en un segundo, rápidamente obsoleto y reducido a lo que es en el fondo: una invención de seres precarios que maestrean con sus condiciones de existencia. Ya hoy y, crecientemente, fuerzas inhumanas la pondrán en estado de catástrofe, mostrando la imposibilidad de sus promesas. Pronto se dibujarán inéditos caminos para su reapropiación. Entonces, veremos bien cómo retomaremos las ciencias y las técnicas según las cosmologías que son capaces de expresar. No hay nada de salvífico en las catástrofes, excepto que rompen la promesa tecnológica de la salvación.

La era tecnológica no establece ningun principio superior a la realidad para dominarla. No se le puede hacer caer como se cortaría la cabeza del Rey. Hay que dejarla descarrilar, defraudar y dar lástima como a un Dios destituido. Ya las caídas y los disfuncionamientos con los que nos tropezamos cada día, vuelven los gestos de salvación ineficientes y las máquinas irrisorias. La era tecnológica agoniza, agonía que arriesga durar más tiempo del que hubo reinado. Sin embargo, mientras tanto, tendremos de qué alegrarnos: este verano las centrales nucleares francesas tuvieron que ser cerradas debido a la falta de frescura de los ríos.

Si hay que luchar por todas partes contra la razón diseñante y hacerla fracasar en su voracidad, tenemos también y al mismo tiempo que instalarnos en otra temporalidad: una temporalidad de la espera que intensifique en lugar de paralizar. Porque nosotros no tenemos el poder de acabar con la era tecnológica, ni, por el momento, de prever cómo retomaremos sus armas. Esperar realmente, no es caer en el quietismo. Es disponerse a vivir aquello que está sucediendo en el mundo, experimentarlo de (muy) cerca y estar devastado de otro modo. Ya que lo propio del Kathekon es privarnos rigurosamente de las catástrofes.

Ciertamente no es por azar que nos vemos aplastados por los análisis del clima y las toneladas de cifras que se contradicen las unas con las otras sin saber jamás cómo y hasta qué punto nos afectarán. La racionalidad moderna abandonó históricamente la meteorología a los campesinos, los marinos y los géografos. Resolvió, desde hace tres siglos, desarrollar un conocimiento de laboratorio para controlar absolutamente los fenómenos, sabiendo que el clima escaparía para siempre a sus abstracciones. Que ahora se preocupe no es signo de un cambio: su objetivo es simplemente borronear nuestros envenenamientos.

Administrador del fin, el Kathekon no tiene más poder que volver la catástrofe indeterminable e inimaginable. Referirla a acontecimientos y memorias, sería una manera de indicar orientaciones concretas. La Iglesia ha debido silenciar el discurso apocalípitico, en tanto situaba el fin del mundo aquí en la tierra. Debió imponer un infierno separado e independiente de los elementos. A su turno, la racionalidad hace jugar oscuras y lejanas causalidades.

No necesitamos conocer las cadenas de causalidad para sentir de qué se trata. Es obvio que tienen el poder de cerrar el cielo y el silencio de los valles es ya suficientemente pesado. Tenemos la necesidad de cultivar una nueva sensibilidad a los presagios, una que no ha nacido aún. Presagios que no serán cuestión de los adivinos, sino de los vivientes. Ya que todas las heridas están abiertas y provienen de todas las partes de la tierra, es sobre nosotros que los males del mundo se hacen cuerpo y alma.

[1]  https://www.lemonde.fr/contaminations-long-format/article/2018/09/09/contaminations-reportages-dans-les-territoires-a-jamais-pollues-par-l-homme_5352529_5347510.html

[2] https://www.lemonde.fr/politique/article/2018/09/08/climat-700-scientifiques-francais-lancent-un-appel_5351987_823448.html

[3]  https://positivr.fr/marche-pour-le-climat-8-septembre-2018/

[4]  https://elpais.com/internacional/2018/08/28/actualidad/1535440849_164355.html

[5] En el sentido de posponer.

[6] Vale constatar que en francés salud y salvación pueden escribirse con la misma palara “salut”.

[7] En francés juegan con la proximidad entre attendance (esperar algo, a diferencia de la esperanza como espoir), e intendance (que significa la gestion de algo). Ademas este neologismo implica un eco a la palabra de Derrida différance, y se opone en el mismo parrafo con indifférence

[8] Se juega aquí con la proximidad del prefijo privativo ‘no’ y de la palabra griega para decir el espiritu, ‘nous’.

[9] De soteriología, parte de la teología que se dedica al estudio de la salvación.