I. De la dystopía o la política-catástrofe.

Consideremos que en algún momento todo sucede como si se requiriera de otra imagen, de otra forma de aproximación a la realidad política que acecha por todos lados el territorio que habitamos y llaman Chile. Como si el desierto instalado en la dictadura y organizado en su continuidad nominalmente democrática, no se dejara aprehender con las periodizaciones conocidas. Como si la devastación que acusan los cuerpos bajo el implacable imperativo neoliberal, “trabaja o muere”, requiriera de una evocación o una provocación. Como si la insistencia de las mismas corporalidades organizadas, de pronto, en movimientos olvidados como posibles durante largo tiempo, en 2004, 2006, 2011 y tantas otras veces en luchas parciales y fundamentales, solicitara una imagen más radical, una suerte de ruptura que dialogara, a la vez, con la organización económico-política global del que este pequeño Estado es expresión.
Una cosa parecía clara: no se trataba en ningún caso de un modelo defectuoso el que reinaba y reina en ese pequeño país. Y otra: tampoco es pura excepcionalidad, como si el Consenso de Washington no se hubiera exportado o las medidas macroeconómicas no se propusieran para aleccionar a otros países, que osaban desobedecer la tiranía de las ventajas comparativas o cualquiera de sus eufemismos.
¿Qué es, entonces, este desierto, esta devastación? Digámoslo así: una institucionalidad que ha oficializado el vacío y, por tanto, la carrera salvaje por salvarse. La privatización de todo, incluyendo el agua y, por ende, el saqueo de la naturaleza humana y no humana, no constituye únicamente un modelo organizativo, sino que busca articular una antropologia, instituir un universo simbólico, ensamblar un mundo o, más bien, administrar su ruina.

Es que, por un lado, la constatación requiere solo escuchar. Y, por otro, poner en relación. Tanto Pinochet, como Jaime Guzmán, temible ideólogo de la constitución chilena, fueron absolutamente claros en sus intenciones. Ya en 1974, Pinochet, señalaba que el “principio rector de la relación entre el Gobierno y la ciudadanía (…) es el que no da ni regala nada, sino que ayuda al que demuestra esfuerzo personal”[1]
Institucionalización del vacío: las vidas valen únicamente en abstracto, en su desnudez, y es ahí donde son providas, es decir, en relación a una institucionalidad sádica que ofrece solo la posibilidad del enfrentamiento egoísta, al que llaman esfuerzo como parte de la justificación simbólica de la organización de la catástrofe. Y aquel ideólogo, no se cansó de decir hasta su ajusticiamiento popular, que habían hecho las cosas tan bien que, con la constitución aprobada en 1980 en condiciones de terror oficializado, aun cuando gobernara un grupo que quisiera cambiar las cosas, éste no podría hacerlo mucho. Y, para su dicha, los que siguieron gobernando ni quisieron cambiar demasiado, habiendo construido o afirmado sus propios privilegios en razón del modelo y no a pesar de él. A eso le llamaron la medida de lo posible.

Y, luego, poner en relación: que no se trate de una excepcionalidad significa que es expresión singular de un conflicto global. Tal conflicto es, literalmente, el reposicionamiento, a través de distintos métodos e intensidades, de patrones de acumulación que se habían desviado hacia mitad del siglo XX. La privatización generalizada, va de la mano con la liberalización de los mercados que no significa otra cosa que la entrada irrestricta al mercado de valores, a las finanzas. Visto desde este punto de vista, la propia financiarización aparece como expresión de los límites del modo de acumulación industrial, tanto por el enfrentamiento político, como por agotamiento de la economía estrictamente material, que se comenzará a mostrar, desde los 70s, como devastación planetaria. En ese sentido, la llamada liberalización de los mercados financieros vuelve rentable la catástrofe, lo que se constata al permitir convertir prácticamente todo en un mercado, en la medida que se amplía democráticamente la abstracción de la forma “acciones”.

El presidente transicional, que cabría considerar antes un síntoma que una persona, instala así un consenso emotivo financiero que bloquea o pretende bloquear la posibilidad de afectarse, tanto de la historia irresuelta que la transición pretende olvidar, como del saqueo que significa la incorporación a los mercados financieros globales. Y si la seguridad interior de la Concertación (alianza de la transición), se parece tanto a la de la dictadura, se debe a que el despliegue, el ejercicio de su poder, se hace, como siempre, sobre un montón de puntos de resistencia que, a pesar del intento constante de integrar hacia la perpetuación de los administradores de la ruina de todos los territorios, persisten y organizan, más o menos explícitamente, una red clandestina de contagios que, afectivamente inclinados, harán emerger aquí y allá insólitas alianzas. Dystopía y no apocalipsis, entonces, tanto porque a lo que nos parecíamos enfrentar no era el fin del mundo, sino la gestión de su ruina, como porque lo que se avistaba no era únicamente la desenfrenada búsqueda de salvar el mundo, sino la experimentación, el ensayo de la potencia creativa de mundos en plural.

II. La insurrección que (siempre) llega.
La tregua crediticia que se despliega durante los años 90, en virtud de la institucionalidad dystópica, comienza a resquebrajarse desde una diversidad de puntos entrando en los años 2000. De alguna forma porque esa insurrección anunciada desde otras partes del mundo, siempre estuvo allí. Y, sin embargo, había que ensayar formas de sensibilización que se confrontaran con el consenso emotivo financiero que sustenta(ba) la gestión de la catástrofe dentro de la demarcación institucional de La Política. Los grandes encuentros en la calle que desde inicios del 2000 comienzan a darse, derivan en singulares momentos de experimentación de la potencia colectiva en las largas tomas estudiantiles de los años 2006 y 2011, siendo de alguna forma alrededor de esta impugnación que avanza hacia el corazón del pacto transicional, atacando el lucro, que se inclinan afectivamente alianzas insospechadas y una nueva sensibilidad afectiva con respecto a la interioridad común que estaba llegando.
Defender la naturaleza, impugnar el empobrecimiento institucionalizado a través de la educación o la salud, enfrentarse a la pauperización asegurada de nuestra vejez mediante el sistema de pensiones, cuestionar la construcción patriarcal de todas las instituciones y prácticas, parecen por momentos delinear esa interioridad de la persistencia. Un malestar común en sus diversas expresiones. Un malestar multiforme como stimmung de la dystopía que es la política-catástrofe. La posibilidad de la persistencia, o mejor, de la per/durabilidad de ese común, como inclinación afectiva a estar juntos y perseverar por otras vías que no sean las de la gestión oficial del malestar, es decir, el devenir estratégico de esa inclinación, está siempre en juego.

Y, en efecto, frente a estos experimentos es que se desarrollan simultáneamente nuevas formas de des-sensibilización, que son a su vez formas de re-sensibilización de lo viejo. La ruptura generacional que impugna a la época de la tregua crediticia, se intentará post-2011 re-encausar a la política institucional que, por otra parte, es la propia catástrofe. La mejor de las intenciones, expresada en el Frente Amplio, aparece – en tanto sostiene una imaginación política que no enuncia la dimensión del enfrentamiento – como un modo de encausamiento de las explosiones violentas. Violentas por su radicalidad más que por sus métodos, surgidas en medio de alianzas insólitas que ponen en común los problemas de la educación, el extractivismo, las pensiones, la violencia patriarcal entre otras y que derivaron en un espíritu constituyente que, en ese sentido, impugnaba la institucionalidad que administra la ruina.
Cuestión compartida también en otros territorios que, ante la asimetría entre la potencia creativa de la que surgen y los cauces por la que se le quiere conducir, abrirá paso a otra vía de des-sensibilización, esta vez, conservadora. El discurso multiculti de los primeros, en apariencia tan abierto e inclusivo que dudó en llamarse anti-neoliberal, no parece capaz de soportar los puntos conflictivos que se habían abiertos al fragor de los cuerpos arrojados a la calle o conjuntados en las tomas y territorios
Atacando la constatación corporal inmanente e inminente de la devastación, tanto la vía de desensibilización progresista como la propiamente conservadora, consolidan una infraestructura libidinal del saqueo y la rendición que despliega lentamente dispositivos de cacerías de cuerpos disidentes e instala la vuelta a los valores tradicionales de las (no tan) nuevas derechas en el espacio de lo deseable.

III. Inclinaciones afectivas y su devenir estratégico.
Ponemos énfasis en que la reacción atenuante, coexiste a ras con los procesos grupusculares a través de los cuales se propagan ensayos de persistencia y resistencia frente a la inminente/inmanente ruina crediticia. Por lo tanto, nos proponemos asumir la exigencia histórica que supone escindirnos de los modelos con los que se clausura la analítica de la conflictividad social trascendentalizando, o sea, organizando por medio de su separación, reacción y resistencia; asumiendo, en cambio, una (dis)posición de autorreflexión estratégica situada en los límites de sus propias posibilidades. En ese sentido, nos volcamos a plantear una analítica militante implicada en las potencias que supone la contingente convergencia entre las más insólitas expresiones del malestar.
Convergencia de las más singulares inteligencias colectivas, las cuales en sus respectivas (dis)posiciones, aparecieron como esquirlas durante más de una década, expresando una serie de ensayos, pragmáticas muy vivas, con los que poner en común el malestar. Comunalizando, así, la (in)dignidad, esa clausura de la experiencia cotidiana, con que la posdictadura neoliberal confisca los cuerpos y los territorios a través de la gestión financiera de su propia ruina.
Sólo entonces, en la experiencia viva de la conflictividad cotidiana, en la experiencia viva de la ruina que nos habita, hablamos de una inclinación afectiva, trans-sicional, para expresar las vinculaciones insólitas con que se reivindica en la calle la fractura trans-generacional con respecto a su propia fábula: la narrativa del consenso democrático basada en una terapéutica cívica de la reparación financiera a la violencia neoliberal, impuesta por la dictadura y que sofisticó el gerenciamiento progresista de la “Concertación”, en sus distintas actualizaciones.
Hablamos de una sacudida, una onda expansiva y vibrátil que surge por el medio del envoltorio corporal-corporativo con que se normativizó esa afección funcionalista que, durante décadas circunscribió el pacto social, al simulacro del antagonismo entre derecha e izquierda. Una remoción afectiva capaz de tornar sensible la fina programación con que se instaló en el pálpito de la “vida política” la gestión emotiva de la reconciliación.

El desafío de burlar la Moneda puso en juego una “nueva ofensiva” basada en explorar de forma estratégica una práctica de confrontación capaz de exponer los límites sensibles de la clausura emotiva “oficialista” con que opera a nivel inconsciente la tregua crediticia de la transición. Una ofensiva sensible, analítica y estratégica, de desprogramación del stimmung dystópico con que se institucionalizó la infraestructura libidinal de la rendición de una generación, de una época, de una episteme, de, en otras palabras, “la medida de lo posible”.
Las inclinaciones afectivas devenidas estratégicas remueven y exponen desde el nudo de las gargantas de diferentes experiencias epocales de la fabulosa transición, la explícita concertación entre derecha e izquierda en torno a los “valores tradicionales” que conlleva la normativa de autocapitalización corporal-corporativa de la herida abierta de golpe hace 45 años. En ese sentido, pone en el centro de la politización su imposible suturación, y con ella, el desafío que supone aprehender de forma sensible los distintos impactos, afectos, con que se administra diferencialmente la clausura crediticia de la vida cotidiana. En cuanto tal, hablamos de politización como tarea de articulaciones y alianzas, una red clandestina de contagios, que se proponga poner en común las estrategias y empeños cotidianos con los que persistimos frente a la ruina de “lo posible”, logrando ensayar prácticas colectivas que erosionen y desprogramen la terapéutica financiera.

Secundarios con universitarios que logran interrogar la infraestructura organizacional de la desigualdad en Chile planteándose prácticas educativas por fuera de la dicotomía público-privada resolviéndo preguntarse por el coste afectivo de la privatización total. Estudiantes y jubilados que entroncan la exigencia de una educación no bancarizada con la posibilidad de desatar el sistema de pensiones que estructura y singulariza el modelo neoliberal chileno con respecto a otros regímenes en el globo. Mujeres y disidencias que desde la urbe instigan campañas de solidaridad frente a la persecución y hostigamiento de mujeres mapuche, autoridades ancestrales y activistas por la defensa de los territorios. En otras palabras, cruces y alianzas que habilitan corredores trans-fronterizos, mecanismos de corporización y desidentificación a la vez, a través de los cuales intercambiar coordenadas posicionales al mismo tiempo que practicar una autorreflexividad respecto de las estrategias cotidianas y de los artefactualismos de producción casera usados para “persistir de cara a la realidad tan charcha[1]”.

IV. La potencia anomal de la amistad transfronteriza y su cacería.
La realidad latinoamericana ha sembrado vidas rotas por todo el territorio. La alianza del pacífico de la cual Chile ha sido promotor internacional junto con Colombia, México y Perú pone en evidencia las garantías de la inversión extractiva y las condiciones infraestructurales de la devastación financiera actual: 30000 desaparecidos y una guerra interna de nuevo tipo en México; miles de falsos positivos en esta guerra pactada sobre una subrepticia condena a muerte a dirigentes sociales e indígenas que, desde el 2016 hasta la actualidad, cifra más de 320 asesinados en Colombia; el develamiento de una trama corporativa de financiamientos a la elite política que advierte el paraíso inversionista que se nutre de la sofisticada producción de ambientes de crisis social en Perú.

Por estos días, tanto en Chile como en Argentina, la infraestructura libidinal del saqueo y la rendición ha puesto como objetivo la neutralización específicamente de aquellos corredores transfronterizos que entre los años 2008 y 2018 han permitido construir zonas de experimentación política y coaliciones de cuidado en los bordes de la institucionalización política de las anímicas de la revuelta que se han pronunciado hace más de una década en las calles del país. Actualmente, los nombres de Macarena Valdés, La Negra, activista medioambiental, y Santiago Maldonado, El Brujo, artesano anarquista, ambos asesinados en agosto de los años 2016 y 2017 respectivamente, luego de proponerse buscar “habitar las lindes”, habitar los territorios y cruzar las fronteras con que les delimitan, resuenan muy fuerte en el contexto de las movilizaciones callejeras que transversalmente conectan en su memoria las potencias de convulsión que sostienen las mujeres y las disidencias, las comunidades mapuche y los movimientos por la defensa del agua y los territorios. Hoy, una vez más, lamentamos un asesinato, esta vez del dirigente Alejandro Castro, sindicalista pescador de la Comuna de Quintero, en lucha contra la intolerable contaminación industrial que ha producido muertes, enfermedades en niñas y niños, cáncer en adultos, abortos no intencionados, entre otras, quien luego del hostigamiento por parte de las policías fue encontrado “suicidado” en extrañas condiciones, tal como con Macarena Valdés, respecto de la que tuvieron que reconocer su asesinato, luego de la claridad de las autopsias realizadas con independencia de las policías del régimen.

Estos asesinatos dan cuenta de la mutación con que, lo que hemos llamado infraestructura libidinal del saqueo y la rendición incorpora la amenaza y la producción de miedo como un nuevo componente táctico frente al sadismo instituyente y el masoquismo meritante. En su conjunto, operan como el dispositivo de clasificación provida que gestiona el inmovilismo sacrificial con que se plusvaloriza el conflicto, se condena a muerte a los cuerpos transfronterizos y se disipan las convergencias entre persistencias en acto, performatividades de la distopía neoliberal chilena, al mismo tiempo que cultiva las condiciones para la reificación deseante de los identitarismos nacionalistas que adquieren presencia y legitimación social en el cono sur.
Nos proponemos pensar que los nombres de Macarena Valdés, Santiago Maldonado y Alejandro Castro llevan en sus cuerpos la potencia anomal que amenaza, por todas partes, la normativa del régimen de atenuación libidinal con que se distribuye el saqueo y la rendición en el país y estimula el identitarismo fundamentalista. La memoria de lo común habla de trayectorias que se permitieron desafiar la funcionalización de sus privilegios, inclinando afectivamente la experiencia de la mujer pobre de la ciudad, con la sensibilidad de la mujer mapuche, así también, la habilitación de alianzas entre niñxs, jóvenes, mujeres, disidencias y hombres en torno a la devastación de los territorios y de los cuerpos fundidos con éstos. Construyendo, así, activamente una práctica de autodefensa concentrada en las posibilidades de multiplicar las zonas de cuidado y experimentar nuevos espacios-tiempos para las revueltas, ensayando nuevas estrategias y artefactualidades vinculantes que permitan sostener la duración, es decir, dar per/durabilidad a las intensidades anímicas que se juegan a la hora de poner los cuerpos en la calle, en las fronteras de su funcionalización y aislamiento, donde nadie nunca vuelve a quedar igual, después de nuestro encuentro.

[1] Augusto Pinochet, Pinochet: Patria y democracia (Santiago de Chile: Andrés Bello, 1985), 32.
[1]Charcha, una palabra coloquial que desginaría, en este caso, una realidad mala, tanto en el sentido de indeseable como de mala calidad.