Elsa Dorlin (2017).
Lo que puede un cuerpo.
“Un tribunal de Guadalupe, mediante el juicio del 11 de Brumario del año XI [2 de noviembre de 1802], ha condenado a Millet de la Girardière a ser expuesto en la plaza de la Pointe-à-Pitre, en una jaula de hierro, hasta que le llegue la muerte. La jaula dispuesta para este suplicio tiene 8 pies de altura. El encerrado, se encuentra a caballo sobre una cuchilla bien afilada; sus pies son colocados sobre una suerte de estribos, obligándole así a mantener estiradas las articulaciones para evitar ser alcanzado por el filo. Frente a él, sobre una mesa que está a su alcance, se colocan víveres y lo necesario para satisfacer su sed, pero un guardia vigila día y noche para impedirle que los toque. Cuando las fuerzas de la víctima flaquean, comienza a caer sobre los filos de la cuchilla, la cual le proporciona profundas y crueles heridas. El desdichado, estimulado por el dolor, busca levantarse, únicamente para caer de nuevo sobre las hojas de la cuchilla que lo hieren horriblemente. Este suplicio dura de tres o cuatro días1”.
En este tipo de dispositivo, el condenado muere porque resistió. Porque intentó desesperadamente escapar a la muerte. La atrocidad de su suplicio recae en que cada movimiento corporal de protección contra el dolor es transformado en tortura. Y, puede ser que sea aquello lo que caracteriza tales procedimientos de aniquilación: hacer del más mínimo reflejo de preservación un paso hacia el sufrimiento más insostenible. No se trata de discutir aquí el carácter inédito de tales torturas, respecto de las cuales, ciertamente, el sistema colonial moderno no posee el monopolio. Esta escena, así como el procedimiento retórico que busca restituir el horror, resuena con otro relato de suplicio: aquel de Damiens tal como es descrito al inicio de Vigilar y castigar2. Michel Foucault muestra que, a través de los daños infligidos a su cuerpo, no sería tanto su individualidad la que es atacada, sino más bien la voluntad del Soberano la que es restaurada en su omnipotencia, de igual modo que la subyugación de una comunidad a la cual su crimen habría ofendido. Las mutilaciones mediante tenazas y tijeras, las quemaduras de plomo fundido, de aceite hirviendo, de cera, el desmembramiento final por los caballos… A lo largo de todo este escenario atroz, Damiens está atado y nadie presume que “pueda” hacer algo. El cuerpo de Damiens está totalmente reducido a la nada, él ya no es más que el teatro donde se exhibe la cohesión de una comunidad vengativa que ritualiza la soberanía de su rey. Se muestra así la completa ausencia de potencia para expresar mejor la magnificencia de un poder soberano absoluto.

En el caso del suplicio de la jaula de hierro el público todavía está ahí. Sin embargo, hay otra cosa que se trama en la exposición pública del calvario de este suplicio. La técnica empleada parece dirigida a la capacidad de (re)accionar del sujeto con el fin de dominarla mejor. El dispositivo represivo implementado, al mismo tiempo que exhibe y estimula las reacciones corporales, los reflejos vitales del condenado, les constituye, a la vez, como la potencia y la debilidad del sujeto. Frente a él, la autoridad represiva no tiene ninguna necesidad de presentar una forma de impotencia para afirmarse. Al contrario, mientras más la potencia subjetiva es puesta en escena en sus esfuerzos repetidos, desesperados por sobrevivir, más la autoridad represiva la gobierna, al mismo tiempo que desaparece tras la presencia de un verdugo pasivo como una marioneta. Este gobierno mortífero del cuerpo se efectúa en una economía de recursos tal que el supliciado parece darse muerte a él mismo. Todo ha sido pensado para que resista físicamente a la afilada cuchilla que amenaza mutilarle: debe mantenerse derecho sobre los estribos, encerrado en su jaula. Así, el dispositivo permite suponer que de su fuerza (muscular y física, pero también “mental”) depende su supervivencia: debe mantenerse en vida si no quiere primero sufrir y luego morir. Al mismo tiempo, esta tecnología de tortura tiene por única finalidad acabarle, pero de una manera tal que mientras más se defienda, más sufrirá. Los víveres dispuestos a su alrededor revelan una comedia cruel, testimonio del hecho de que el suplicio se ejerce sobre la efectividad de los movimientos vitales y tiende a controlarles totalmente para aniquilarles mejor. De la misma manera que el agotamiento le hará dejarse caer sobre el filo de la cuchilla, la insoportable necesidad de comer y beber le serán fatales. Junto a ello, el primer punto de impacto será sin ninguna duda sus partes genitales. Todo sucede como si el trabajo de codificación de género del poder se hubiese completado: el sexo mucho más que cualquier otra parte del cuerpo, se transforma en el último rincón donde se esconde la potencia de actuar del sujeto. Defenderle, es defenderse. Y, la principal expectativa, es quebrar aquello por lo cual el sujeto, no tanto de derecho, sino el sujeto capaz ha sido instituido.
Este dispositivo de muerte entiende que aquel que le está sometido puede hacer algo y considera, estimula, incita, hasta en sus más íntimos rincones, este último impulso de potencia, únicamente para interpelarlo en su ineficiencia, para transmutarlo en impotencia. Esta tecnología de poder produce un sujeto en el cual se “excita” la potencia de actuar únicamente para evidenciarla en su más completa heteronomía: y esta potencia de actuar, aun enteramente dirigida a la defensa de la vida, es reducida a un puro mecanismo de muerte al servicio de la máquina colonial de castigo. Vemos aquí cómo un dispositivo de dominación busca perseguir el movimiento propio de la vida, capturar lo más propiamente muscular de este impulso. El menor gesto de defensa y de protección, el menor movimiento de preservación y de conservación de sí, es puesto al servicio del aniquilamiento del cuerpo. Este poder que se ejerce atacando la potencia del sujeto, aquella que se expresa en los impulsos de defensa de su vida como de sí mismo, constituye a la autodefensa en la expresión misma de la vida corporal, en aquello que hace un sujeto, en “aquello que hace una vida”3.

De la jaula de hierro a ciertas técnicas modernas y contemporáneas de tortura4, es ciertamente posible delinear una misma trama, un tipo comparable de tecnologías de poder que podríamos resumir con el siguiente adagio: “Mientras más te defiendas, más sufrirás y, con mayor certeza, morirás”. Bajo ciertas circunstancias y para ciertos cuerpos, defenderse equivale a morir por agotamiento de sí: luchar es batirse vanamente, es ser abatidx. Una tal mecánica de la acción desdichada tiene implicancias en términos de mitologías políticas (¿cuál puede ser el destino de nuestras resistencias?), de representaciones del mundo y de sí (¿qué puedo hacer si todo lo que inicio para salvarme me conduce a mi propia pérdida?). Y, probablemente, es la experiencia vivida, no tanto de su propia potencia, sino de la duda, de la angustia y del miedo que engendran sus faltas, sus límites y sus contraefectos, lo que aparece entonces como fundamental; en el sentido, en que esta experiencia no es tanto el producto de un peligro exógeno, de una amenaza o de un enemigo, cuan terrible sean ellos, como el efecto espejo de su propia acción/reacción, de sí mismo. La originalidad de este tipo de técnicas reside, entonces, en este inexorable trabajo de incorporación obligatoria de la dimensión mortífera de la potencia del sujeto, que llegará a su suspensión, como única manera de seguir con vida. En el momento mismo en que esta potencia afirma un movimiento de defensa de sí, deviene inmediatamente una amenaza, una promesa de muerte.
Esta economía de los medios, que hace del condenado y, más generalmente, del cuerpo violentado su propio verdugo, dibuja de manera negativa los rasgos del sujeto moderno. Aquel, y volveremos sobre ello, ha sido efectivamente definido por su capacidad para defenderse por él mismo, pero esta capacidad de autodefensa se ha transformado, al mismo tiempo, en un criterio utilizado para discriminar entre los que son plenamente sujetos y los otros: aquellas y aquellos respecto de los cuales se tratará de disminuir y destruir, de degradar y deslegitimar su capacidad de autodefensa – aquellos y aquellas que, en la defensa de su propio cuerpo5, serán expuestxs al riesgo de muerte, como para inculcarle con toda claridad su incapacidad a defenderse, su impotencia radical.

Aquí, incluso más que el cuerpo mismo, es la potencia de actuar la que deviene claramente aquello que persigue y atrae al poder. Este gobierno defensivo agota, conserva, sana, estimula y mata, según una mecánica compleja. Defiende a algunxs y dejan sin defensa a otrxs, de acuerdo con una escala cuidadosamente graduada. Estar indefenso aquí no significa “no poder más ejercer poder”, sino más bien la experiencia de una potencia de actuar que deja de ser un movimiento polarizado6. No hay peligro más grande que este tipo de situación, en la cual nuestra potencia de actuar se torna un reflejo autoinmune. No se trata solamente de obstaculizar directamente la acción de las minorías, como en la represión soberana, ni de simplemente dejarles morir como en el marco del biopoder. Se trata aquí de conducir ciertos sujetos a aniquilarse como sujetos, de estimular su potencia de actuar, pero para empujarles, utilizarles en su propia contra. Producir seres que, entre más se defienden, más se destruyen.
3 de marzo de 1991, Los Ángeles. Rodney King, un joven conductor de taxi afroamericano de 26 año, es arrestado por tres autos y un helicóptero de policía, lanzados en su persecución por la autopista luego de un exceso de velocidad. Habiendo rehusado salir de su vehículo, es amenazado de muerte por un arma de fuego que le apunta al rostro. Algunos segundos más tarde, cumple con lo solicitado y se tiende finalmente en el suelo. Es, entonces, electrocutado por disparos de Taser y cuando intenta levantarse y protegerse para impedir que un policía le pegue, es brutalmente golpeado en la cara y en el cuerpo con decenas y decenas de golpes de matraca. Atado, es dejado inconsciente, el cráneo y la mandíbula fracturada en diversos lugares, una parte de la boca y del rostro lacerados con heridas aun abiertas y un tobillo destrozado; antes que una ambulancia llegue varios minutos más tarde para llevarle al hospital.
La escena del linchamiento de Rodney King puede ser descrita segundo por segundo gracias al video aficionado grabado por un testigo, George Holliday7, que esa tarde, desde el departamento que ocupa y que da hacia la autopista, capturó lo que parece un archivo del tiempo presente de la dominación. Esa misma tarde el video es difundido en las cadenas de televisión y da rápidamente la vuelta al mundo. Un año más tarde, el juicio de los cuatro policías más directamente implicados en la golpiza de Rodney King (había en total más de una veintena en el lugar del arresto), comienza bajo la acusación de “uso excesivo de la fuerza”, delante de un jurado popular donde todos los Afroamericanos fueron recusados por parte de los abogados de la defensa (hay diez Blancos, un Latinoamericano y un Sinoamericano) – jurado que, luego de casi 10 meses de proceso, absolverá a los policías. El anuncio de este veredicto detona las famosas “revueltas de Los Angeles”8: 6 días de levantamientos urbanos, donde el enfrentamiento con las fuerzas del orden (policía y ejército), verdaderas escenas de guerra civil, dejaron 53 muertos y más de 2000 heridos entre los manifestantes.

Más allá del veredicto que exculpó a los policías9, es el desarrollo de los debates y el enunciado de las razones que llevaron al jurado a considerar inocentes a los cuatro inculpados, lo que es esclarecedor: la línea de defensa de sus abogados consistió en convencer a los jurados que los policías estaban en peligro. De acuerdo con ellos, éstos se sentían agredidos y no hicieron más que defenderse de un “coloso” (Rodney King medía más de 1.90 m) que, incluso botado en el suelo, les pegaba y parecía bajo el efecto de una droga que le hacía “insensible a los golpes”. Algunos meses más tarde, Rodney King declarará, en un segundo juicio, que sólo “intentaba seguir con vida10”. Es esta inversión de responsabilidades lo verdaderamente central aquí. Durante el primer juicio, los abogados de los policías produjeron y utilizaron una sola prueba clave: el video de George Holliday. Este mismo video que había sido visto públicamente como muestra irrefutable de la brutalidad policial fue utilizado por ellos para sugerir, contrariamente, que los policías se encontraban “amenazados” por Rodney King. En la sala de audiencia, el video, visionado por los jurados y comentados por los abogados de las fuerzas del orden, es mirado como una escena de legítima defensa, atestiguando la “vulnerabilidad” de los policías. ¿Cómo podríamos comprender una distancia interpretativa tan grande? ¿Cómo las mismas imágenes pueden dar lugar a dos versiones, dos víctimas tan radicalmente diferentes según sea un jurado blanco en una sala de audiencia o un espectador ordinario11?
Es la pregunta que se hace Judith Butler en un texto escrito a penas algunos días después del veredicto. En él, llama la atención no tanto sobre una divergencia de interpretaciones para juzgar “quién es realmente la víctima”, sino respecto de las condiciones en las cuales ciertas visualizaciones determinan a los individuos a juzgar que Rodney King es la víctima de un linchamiento o que los policías son víctimas de una agresión. Desde la perspectiva fanoniana que revindica, Butler estima que aquello que debe ser el objeto de un análisis crítico, no es la lógica de las opiniones contradictorias, sino el marco de inteligibilidad de las percepciones, las cuales nunca son inmediatas. El video no debe ser aprehendido como un dato bruto, materia de interpretaciones, sino como la manifestación de un “campo de visibilidad racialmente saturado12”. Dicho de otra forma, la esquematización racial de las percepciones define a la vez la producción de lo percibido y qué significa percibir: “¿Cómo dar cuenta de esta inversión del gesto y de la intención en términos de una esquematización racial del campo de lo visible? ¿Se trata de una transvaloración específica de la agencia (agency) propia de una episteme racializada? ¿Y la posibilidad de una inversión como ésta no introduce acaso la pregunta por saber si esto que es “visto” no es ya siempre relativo a lo que una cierta episteme racista produce como visible?13”. Es, entonces, este proceso el que cabría interrogar, aquel por el cual las percepciones son socialmente construidas, producidas por un corpus que continúa restringiendo todo acto de conocimiento posible14.
Rodney King es visto, independiente de toda postura de aflicción o de toda expresión de vulnerabilidad, como el cuerpo del agresor, alimentando la “fantasía de agresión del racista blanco15”. En la sala de audiencias, a los ojos de los jurados blancos, él no puede ser visto sino como “agente de violencia”. De la misma manera, que los antiguos esclavos o descendientes de esclavos hombres injustamente acusados de agresión sexual, fueron cazados en las calles, arrastrados desde las celdas de las cárceles o de sus casas, torturados y ejecutados, durante todo el período segregacionista. De la misma manera, que hoy los adolescentes o adultos jóvenes afroamericanos o afrodescendientes son golpeados o asesinados en plena calle. Esta percepción de Rodney King como un cuerpo agresor es condición a la vez que efecto continuado de la proyección de una “paranoia blanca16”.

Nunca las imágenes hablan por sí solas, menos en un mundo donde la representación de la violencia es uno de los temas más frecuentemente objeto de la cultura visual17. Al comienzo del video de Holliday, vemos a Rodney King de pie que, avanzando en dirección de un policía que intenta golpearle, pone sus brazos al frente: este gesto de protección será sistemáticamente observado como una posición amenazante que constituye en sí una agresión flagrante. Como explican Kimberlé Crenshaw y Gary Peller, la técnica empleada por los abogados de los policías para fabricar la prueba consistió en secuenciar el video en una multitud de cuadros de imagen que, aislados unos de otros, se prestan a un sinfín de interpretaciones. Al multiplicar las versiones contradictorias sobre una escena fraccionada, aislada del contexto social en el cual, y por el cual tiene lugar, los abogados de la policía lograron nublar, “desagregar18”, el sentido de la secuencia tomada en su conjunto. Y si, para una parte de ciudadanos (Negros, pero también Blancos), este video constituía una abrumadora prueba de la brutalidad policial, en la sala de audiencias, los abogados pudieron pretender que no había ningún elemento probatorio de uso excesivo de la fuerza. Los policías habían hecho un “uso razonable” de la violencia. El momento donde la brutalidad policial llega a su apogeo, en el segundo 81 de la grabación, devino así una escena de legítima defensa frente a alguien completamente enloquecido.
La percepción de la violencia policial no depende únicamente de un marco de inteligibilidad que emerge del pasado. Este cuadro es continuamente actualizado por técnicas de poder materiales y discursivas consistentes, entre otras, en desafiliar las percepciones sobre los acontecimientos de las luchas sociales y políticas que contribuyen, precisamente, a traerlos a la historia y a dar forma a otros marcos de aprehensión e inteligibilidad de la realidad vivida.
Al defenderse de la violencia policial, Rodney King, deviene indefendible. En otros términos, mientras más se defienda, más es golpeado y más es percibido como el agresor. La inversión del sentido del ataque y la defensa, de la agresión y la protección, en un marco que permite fijar estructuralmente los términos y los agentes legítimos, sea cual sea la eficacia de sus gestos, transforma estas acciones en cualidades antropológicas dispuestas para delimitar una línea de color que discrimina los cuerpos y los grupos sociales así formados. Esta línea de división jamás delimita únicamente cuerpos amenazantes/agresivos de cuerpos defensivos, sino que más bien separa aquellos que son agentes (agentes de su propia defensa) de aquellos que atestiguan una forma de potencia de actuar completamente negativa, en tanto no pueden sino ser agentes de violencia “pura”. Así, Rodney King, como todo hombre afroamericano interpelado por una policía racista es reconocido como agente, pero únicamente como agente de violencia, como sujeto de violencia, excluyéndolo de cualquier otro dominio de acción. De esta violencia los hombres negros son siempre responsables: son la causa y el efecto, el comienzo y el fin19. Desde este punto de vista, los reflejos de protección de Rodney King, sus gestos desordenados por seguir con vida (agita los brazos, titubea, intenta levantarse, se apoya sobre sus rodillas) son calificados como reveladores de un “control total” de su parte y como testimonio de una “intención peligrosa”20, como si la violencia fuera la sola y única acción voluntaria de un cuerpo negro21>, prohibiéndole de hecho toda defensa legítima. Esta atribución exclusiva de una acción violenta descalificada y descalificante, de una potencia de actuar negativa, a ciertos grupos sociales, constituidos como grupos “de riesgo”, tiene a la vez por función impedir percibir la violencia policial como una agresión. En la medida que los cuerpos vueltos minorizados son una amenaza, en la medida en que son la fuente de un peligro, agentes de toda violencia posible, la violencia que se ejerce en continuo sobre ellos, comenzando por la de la policía y el Estado, no puede jamás ser vista como la infame violencia que es: aparece siempre segunda, protectora, defensiva – una reacción, una respuesta siempre ya legitimada.
En el caso del suplicio de la jaula de hierro hemos visto de una parte cómo, al dirigirse hacia la potencia de actuar de un cuerpo, una cierta tecnología de poder transformaba esta potencia en impotencia (mientras más uno intenta escaparle al sufrimiento, más uno se asesina) y, de otra parte, cómo la defensa de sí desplegada por el sujeto para sobrevivir, deviene insidiosamente aquello por lo cual ésta le es negada. La defensa de sí era de este modo vuelta irremediablemente impracticable para el cuerpo en resistencia. En el caso de Rodney King, otro elemento aparece. No es más solamente una cuestión de potencia de actuar: aquello que está en juego es también la interpelación – una calificación moral y política –, el reconocimiento de “sujetos de derecho” o, más bien, de sujetos en derecho a defenderse, o no. King no puede ser percibido como un cuerpo que se defiende, es visto a priori como un agente de violencia. La posibilidad misma de defenderse es el privilegio exclusivo de una minoría dominante. En el caso del linchamiento de Rodney King, el Estado – por intermedio del brazo armado de sus representantes – no es percibido como violento, sino considerado como reaccionando a la violencia, defendiéndose contra la violencia. En cambio, Rodney King, pero también todos los otros cuerpos víctimas de la retórica de la legítima defensa, de esta manera de ver, mientras más se defendía, más se volvía indefendible.

Millet de la Girardière hubiera podido defenderse, pero defendiéndose, devenía sin defensa. Rodney King se defendió, pero defendiéndose, devino indefendible. Son estas dos lógicas de sujeción, convergentes en una misma subjetivación desdichada, lo que se intenta comprender en este libro, frente a una tecnología de poder que no cesa de investir esta lógica defensiva para asegurar su propia perpetuación.
Podríamos, partiendo de esto, intentar cernir un cierto dispositivo de poder que llamaré “dispositivo defensivo”. ¿Cómo, entonces, éste procede? Dirigiéndose hacia aquello que da indicio de una fuerza, de un impulso, de un movimiento polarizado a defenderse, indica para algunxs su trayectoria, favoreciendo su despliegue en un marco que la legitima, o bien, al contrario para otros, impidiendo su efectuación, su posibilidad misma, volviendo este impulso inhábil, dubitativo o peligroso, amenazante, tanto para el otro como para sí mismo.
Este dispositivo defensivo de doble filo traza una línea de demarcación entre, de un lado, los sujetos dignos de defenderse y de ser defendidos y, del otro, los cuerpos acorralados en las prácticas defensivas. A estos cuerpos vulnerables y violentables sólo les quedan unas subjetividades con las manos desnudas. Mantenidos en el respeto, en y por la violencia, aquellas no viven o sobreviven a menos que consigan dotarse de tácticas defensivas. Estas prácticas subalternas conforman lo que llamo la autodefensa propiamente hablando, por contraste con el concepto jurídico de legítima defensa. A diferencia de esta última, la autodefensa paradojalmente no tiene sujeto – quiero decir que el sujeto que ella defiende no preexiste a este movimiento que resiste a la violencia que lo tiene por blanco. Entendida de esta manera, la autodefensa da cuenta de aquello que propongo llamar “éticas marciales de sí”.

Vincular este dispositivo con sus puntos de emergencia en situación colonial, permite cuestionar los procesos de captación monopolística de la violencia, por los estados que reivindican el uso legítimo de la fuerza física: más que una tendencia al monopolio, se podría hacer la hipótesis de una economía imperial de la violencia que, paradojalmente, defiende individuos ya reconocidos como legítimos para defenderse por sí mismos. Esta economía mantiene la legitimidad de ciertos sujetos a usar la fuerza física, les confiere un poder de conservación y de jurisdicción (de autojusticia), les concede el permiso de matar.
Pero la cuestión aquí no es únicamente la distinción fundamental entre “sujetos defendidos” y “sujetos sin defensa”, entre sujetos legítimos para defenderse y sujetos ilegítimos para hacerlo (y vueltos por lo mismo indefendibles). Hay todavía un umbral más sutil. Puesto que hay que agregar que este gobierno de los cuerpos interviene a la escala del músculo. El objeto de este arte de gobernar es el influjo nervioso, la contracción muscular, la tensión del cuerpo kinésico, la descarga de fluidos hormonales; opera sobre aquello que le excita o le inhibe, que le deja actuar o le desafía, que le retiene o le provoca, que le mantiene o le hace temblar, aquello que hace que golpee o no golpee.
Partir del músculo antes que de la ley: esto sin duda desplazaría la manera en que la violencia ha sido problematizada en el pensamiento político. Este libro se concentra en momentos de paso a la violencia defensiva, momentos que me parece no podrían hacerse inteligibles sometiéndolos a un análisis político y moral centrado en cuestiones de “legitimidad”. En cada uno de estos momentos, el paso a la violencia defensiva no pone en juego otra cosa que la vida. Básicamente, no ser abatidx. La violencia física es pensada aquí en tanto que necesidad vital, como praxis de resistencia.

La historia de la autodefensa es una aventura polarizada que no cesa de oponer dos expresiones antagónicas de la defensa de “sí”: la tradición jurídico-política dominante de la legítima defensa de una parte, articulada a través de una miríada de prácticas de poder de diversas modalidades de brutalidad, que se tratará aquí de excavar. Y, de otra, la historia sepultada de las “éticas marciales de sí” que han atravesado los movimientos políticos y las contraconductas contemporáneas, encarnando con una sorprendente continuidad una resistencia defensiva que ha sido su fuerza.
Propongo acá explorar una historia constelar de la autodefensa. Trazar este itinerario no consistió en tomar, entre algunos ejemplos, los más ilustrativos, sino en indagar en una memoria de luchas en las cuales el cuerpo de lxs dominadxs constituye el archivo principal: los saberes y culturas sincréticas de la autodefensa esclava, las praxis de autodefensa feminista, las técnicas de combate elaboradas en Europa del Este por las organizaciones judías contra los progromos…
Al abrir este archivo que bien da cuenta de otros relatos, no pretendo hacer una obra de historia, sino trabajar una genealogía. En este cielo, sumamente oscuro, la constelación brilla con los ecos, las resonancias, los testamentos, los lazos citacionales que ligan de manera tenue y subjetiva estos diferentes puntos luminosos. Los textos mayores que constituyen la base de la filosofía del Partido de las Panteras Negra para la Autodefensa rinde homenaje a lxs insurgentes del gueto de Varsovia; las patrullas de autodefensa queer están en una relación citacional con los movimientos de autodefensa negra; el ju-jitsu practicado por las sufragistas anarquistas internacionalistas inglesas les fue en parte accesible debido a una política imperial de captación de saberes y de saberes-hacer de lxs colonizadxs, de su desarmamiento.
Mi propia historia, mi experiencia corporal ha constituido un prisma a través del que he entendido, visto, leído este archivo. Mi cultura teórica y política me ha dejado como herencia la idea matriz de que las relaciones de poder nunca pueden ser completamente resueltas in situ en unos cara a cara ya colectivos, sino que tocan las experiencias de la dominación vividas en la intimidad de un dormitorio, en la fila del metro, detrás de la tranquilidad aparente de una reunión familiar… En otros términos, para algunxs, la cuestión de la defensa no se acaba cuando se detiene el momento de la movilización política más evidente, sino que da cuenta de una continua experiencia vivida, de una fenomenología de la violencia. Esta aproximación feminista se afirma en la trama de las relaciones de poder que tradicionalmente se han pensado como un más allá o un afuera de lo político. Así, al operar este último desplazamiento, busco trabajar no a la escala de los sujetos políticos constituidos, sino mucho más en la de la politización de las subjetividades: en lo cotidiano, en la intimidad de los afectos de rabia encerrados en nosotras mismas, en la solitud de las experiencias de violencia vividas frente a la cual practicamos continuamente una autodefensa sin etiqueta. Día tras día, ¿qué hace la violencia a nuestras vidas, a nuestros cuerpos y a nuestros músculos? Y, ellos, a su turno, ¿qué pueden, a la vez, hacer y no hacer en y por la violencia?
Traducción revisada por Laura Tsitsikalis
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1 Joseph Elzéar Morénas, Précis historique de la traite des Noirs et de l’esclavage colonial, Firmin Didot, Paris: 1828, p. 251 – 252.
↩ -
Foucault, Michel. Vigilar y castigar: Nacimiento de la prisión. Biblioteca clásica de Siglo Veintiuno. Madrid: Biblioteca Nueva, 2012.
↩ -
Butler, Judith. Marcos de guerra: Las vidas lloradas. Barcelona: Paidós, 2015.
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Ver la introducción de Grégoire Chamayou al libro colectivo KUBARK. Le manuel secret de manipulation mentale et de tortura psychologique de la CIA, Paris, Zones éditions, 2012. A la fecha no hay traducción al español del libro, sin embargo, las referencias al manual se pueden encontrar por ejemplo acá: http://www.archivochile.com/USescamerica0014.pdf y acá: http://www.archivochile.com/USescamerica0015.pdf
↩ -
La autora juega aquí con la expresión francesa “à leur corps défendant” que adquiere el sentido de “en defensa propia”, vinculado con la “legítima defensa”, pero que español mantiene visible el significante “cuerpo”, estrechamente vinculado con el punto de vista incluso muscular que desarrolla Elsa Dorlin [Nota de lxs traductorxs].
↩ -
Georges Canguilhem define la vida como encontrándose “muy lejos de [una] tal indiferencia con respecto a las condiciones que se le brindan”, lo que la define es propiamente hablando el concepto de polaridad: la vida es polaridad o actividad polarizada. Ver: Canguilhem, Georges. Lo normal y lo patológico. Buenos Aires (Argentina): Siglo XXI, 1971.
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El video dura 9 minutos 20 segundos. [Sin embargo, tanto la URL original como nuestra propia búsqueda solo conducen a este video de 8.08 minutos de duración: https://www.youtube.com/watch?v=sb1WywIpUtY] (consultado por última vez en febrero de 2021).
↩ -
En 1965 explotaron las revueltas de Watts. Ver: Davis, Mike. Ciudades muertas: Ecología, catástrofe y revuelta. Madrid: Traficantes de Sueños, 2007.
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Un segundo proceso tuvo lugar de febrero a abril de 1993 a nivel de la Corte Federal por violación de los derechos civiles de Rodney Kingy y condena a 32 meses de prisión efectiva a dos de los policías implicados en el linchamiento la noche del 3 de marzo de 1991 (los otros dos serán nuevamente absueltos). Durante este proceso, los jurados reconocen que los policías actuaron dentro del marco legal de su función en los primeros minutos de la interpelación y consideraron que los primeros golpes propinados por los policías estaban justificados por la actitud recalcitrante de King: serán condenados por los golpes “inútiles”.
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Ver: Mydans, Seth, New York Times, 10 de marzo de 1993.
↩ -
Utilizo expresamente esta expresión porque George Holliday es blanco y, de hecho, habría que entrar el detalle de un análisis de la movilización de la “opinión” nacional e internacional en lo que concierne al affaire Rodney King. Lo que me interesa es dimensión performativa de la identidad racial producida, entre otros, por la sala de audiencia y la temporalidad del proceso.
↩ -
Butler, Judith. “Endagered/Endagering: Schematic racism and white paranoia.” En Reading Rodney King/Reading Urban Uprising. Editado por Robert Gooding-Williams, 15–22. New York/Lodon: Routledge, 1993, p. 15.
↩ -
Ibíd., p. 16.
↩ -
A modo de ilustración, en un estudio publicado en el Journal of Health and Social Behavior en 2005, los autores intentan demostrar, basados en una investigación clínica, que los Afroamericanos sentirían más rabia que los Blancos y tendrían menos recursos para gestionar sus emociones de manera “socialmente aceptable”. Ver: Mabry, J. Beth y K. Jill Kiecolt. “Anger in black and white: race, alienation, and anger.” Journal of health and social behavior 46, no. 1 (2005): 85–101. Tales publicaciones se inscriben en una más amplia producción de saberes racistas continuamente renovados. Especialmente en psicopatología, en psicología y psicosociología. Agradezco a Paul Preciado de llamar mi atención respecto de esta referencia.
↩ -
Butler, Judith. “Endagered/Endagering: Schematic racism and white paranoia”, op. cit., p. 20.
↩ -
Ibíd., p. 16.
↩ -
De hecho, el estatuto ontológico de la prueba en el dispositivo judicial es del orden de una construcción narrativa: que lo es aún más cuando se trata de una prueba visual considerada como la grabación de un hecho. Ahora bien, jamás se trata de la captura inmediata de una verdad, sino más bien de la manifestación de aquello que es percibido como visible y decible y, por tanto, de aquello que es legítimo para constituir una prueba. El dominio judicial no cesa de ofrecer un terreno de investigación particularmente rico para dar cuenta de esta construcción gnoseológica (esquematización), por definición sociohistórica, de la percepción, como esta hermenéutica que no consiste tanto en construir pruebas de todas las piezas, sino en decidir aquello que es judicialmente una prueba “objetiva”. Este proceso es también recubierto por la pretensión sentenciar solo en relación a la “verdad desnuda” de los hechos. Sobre este punto de vista ver: Crenshaw, Kimberlé y Gary Peller. “Reel Time/Real Justice.” En Reading Rodney King/Reading Urban Uprising, op. cit, 56–70.
↩ -
Ibíd., p. 61. Los autores hablan de una técnica narrativa que consisten en la “desagregación”.
↩ -
Butler, Judith. “Endagered/Endagering: Schematic racism and white paranoia”, op. cit., p. 20.
↩ -
Son los términos usados por los policías durante la audición del primer proceso.
↩ -
“Atribuir la violencia al objeto de la violencia forma parte del mecanismo puro que recapitula la violencia y que vuelve la vista, la visión del jurado (eso que ve el jurado) cómplice de la violencia policial”, Butler, Judith. “Endagered/Endagering: Schematic racism and white paranoia”, op. cit., p. 20.
↩
Un pensamiento sobre “Defenderse. Prólogo.”
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