II.
Para ir más allá de la idea de una crisis inminente y permanente es necesario construir, contra los ecologismos impotentes, una ecología política que sea capaz de asumir el reto al que nos enfrentamos. Así como de analizar la trama en la que se juegas las propuestas de los ciudadanos y de los Estados, tanto de los que quieren “salvar el medio ambiente” como de los que pretenden controlar los recursos para gestionarlos mejor, es decir, para administrar el desastre.
¿DE QUÉ OTRA MANERA se puede hablar de “naturaleza” a los sujetos metropolitanos? Los únicos seres vivos no humanos que perciben son componentes del paisaje, animales domesticados que los esperan todo el día o parásitos que les dan miedo. A través de las redes sociales aprenden que deben dejar de usar pajitas para salvar a las tortugas.
Actualmente, el sentimiento general se relaciona con lo que llamamos una ecología de la ausencia. Desde esta perspectiva, debemos defender “La Naturaleza”: un objeto puesto a distancia, formado por especies y hábitats distantes y alejados de nosotros, de nuestras realidades. El problema aquí es estadístico, se nos arrojan cifras, porcentajes de gases de efecto invernadero, unos grados más, unas cuantas especies más al borde de la extinción. Se nos muestra una representación abstracta de la naturaleza, una imagen que supone su desfiguración, que todo es muy triste y que este horror es culpa nuestra. Esta catástrofe ecológica no está territorializada: se aplica en todas partes y “todo el mundo debe poner su granito de arena para que las cosas cambien”. Al señalar con el dedo a todo el mundo, los culpables se diluyen y desaparecen entre la multitud.
El propio uso del término “medio ambiente” refiere a la separación entre la humanidad y el resto de los seres. Refiere a lo que rodea al “Hombre”, lo que lo distingue de los demás. Esta concepción del mundo, lejos de ser universal, forma parte de la separación característica de la modernidad colonial por la cual el ser humano es arrebatado de lo vivo y no-vivo. Si el ecologismo es producto de esta separación, es porque, una vez aislado, el individuo tiene “la posibilidad de elegir”, puede desprenderse de toda responsabilidad sobre lo que le permite vivir, olvidándose del carácter fundamentalmente relacional de toda forma de existencia. También puede considerar el medio ambiente como un objeto que hay que proteger y salvar, y creer que así crea un vínculo con “su entorno” mediante el artificio de su voluntad. En ambos casos, sigue siendo humano por un lado y “naturaleza” por otro: la explotamos o la defendemos. Pero en ningún caso la encarnamos, la habitamos, nos situamos en ella. Ya sea para explotarlo o para protegerlo, el medio ambiente nos sigue siendo ajeno.
Es en esta trama que han surgido dos ambientalismos, el individual y el gubernamental. Dos melodías distintas, pero que cooperan. La primera es la de las duchas de 5 minutos, la de la huella de carbono, la de los blogs cero residuos. Es la que compra tofu biológico que deforesta el Amazonas en vez de tofu que deforesta el Amazonas sin ser biológico. De este ecologismo individual, no surge ningún horizonte político. Solo queda un individuo aislado y angustiado, armado de su simple poder adquisitivo para acabar con el ecocidio.
La segunda es la de la gestión adecuada del desastre, la del Estado héroe que rescata a la humanidad, a los osos polares-caribués-belugas, que endereza una economía desajustada mediante la prohibición progresiva de vehículos contaminantes y impuestos al carbono. El Estado, como dispositivo de toma del afecto ecologista, consigue difundir cualquier política como una medida que promueve a largo plazo la transición verde. Y puesto que, según la lógica, la Economía permite dicha transición, cualquier medida que promueve la salud de la Economía favorece la transición. Como el hecho de construir un oleoducto para financiar la energía verde, o un puente para reducir el tráfico.
SI LA PRIMERA RECONOCE la importancia de las orientaciones políticas de la economía, ignora la importancia de la economía en el aparato gubernamental. Si el segundo ve la posibilidad de cambios concretos en la vida cotidiana, tiene un alcance limitado a la medida de su poder adquisitivo. Estructurar la oferta (prohibir, regular, gravar) o actuar sobre la demanda (boicotear): la lógica de la ecología sigue, por el momento, dependiente de las consideraciones económicas
Es costumbre acusar estas perspectivas de no centrarse en el nivel de análisis adecuado: para unos debemos enfocarnos en los problemas macroscópicos, para otros debemos conformarnos con aportar cambios a pequeña escala que producen cambios a gran escala. El problema no es el nivel de análisis, sino el hecho que, sea cual sea el nivel, siempre es desde el punto de vista de la economía que se desarrolla el pensamiento. El sello del liberalismo, el pensamiento por excelencia de la Economía, es hacer de la competencia la única forma de relación antagónica.
Para desarrollar un pensamiento verdaderamente político sobre la ecología, la noción de conf licto debe ser central a nuestras preocupaciones. Hay que sacarla del ámbito económico, para que forme parte no sólo de la “política”, sino de la vida misma, entendida como un fenómeno político. Porque no se trata de convencer o “vender mejor”, no se trata de ganar el debate. Se trata de defender las formas de existencia contra lo que niega sus posibilidades. Se trata de luchar y derrotar al enemigo (que adopta muchas formas, tanto dentro como fuera de nosotros).
EN VERDAD LA ECONOMÍA es secretamente política: la guerra de aniquilación que se emprende contra las formas de vida que le son antagónicas no se libra abiertamente, sino insidiosamente. Los especialistas del colonialismo de asentamiento demuestran con claridad y precisión que las economías quebequense y canadiense perpetúan la lógica política de eliminación de las comunidades indígenas, ya sea mediante la integración en el cuerpo social mayoritario (ciudadanía, municipalización de las reservas) o mediante formas de muerte física.
El hecho de que ésta sea la forma más intensa de hostilidad de la economía contra todo lo que le es externo no debe limitar nuestra comprensión de su extensión real. Una cosa es revelar el carácter político, es decir, conflictivo -incluso bélico- de la Economía, y otra es actuar en consecuencia.
Estas ecologías de la ausencia son producto del espectáculo, y sólo refieren a la representación de la “naturaleza” que vemos en la televisión, en internet. Se sustentan la falta de poder que tenemos sobre nuestras vidas, nuestra falta de conexión con lo que nos alimenta y lo que producimos, nuestra amputación a un mundo, al dolor del arrancamiento. Son parte del desierto que es la economía, hacen de nuestra atomización una condición de posibilidad para sus propias existencias. Por lo tanto, en este contexto, la defensa de una posición “ecológica” no implica una territorialidad real, una presencia, un apego a un mundo poblado de relaciones, en definitiva, una posibilidad de conflictividad concreta. Por eso estos ecologismos, tanto estatales como ciudadanos, no saben señalar más que designarnos a nosotros mismos como el problema. A este respecto, algunas amigas escribieron recientemente: “Es una lucha sin conflicto, sin antagonismo (además, no es una lucha). Estos ciudadanos se creen todos de acuerdo y todos culpables (es lo proprio de la ciudadanía)”.
De esta concepción del mundo -sin más culpables que nosotros mismos- sólo puede surgir una política de sacrificio. Una política de arrepentimiento, de desolación. Dejar de volar para viajar mientras que los ricos viajan a diario en jets privados, reducir la calefacción de nuestros pisos y casas arrastradas por las corrientes invernales, negarse a aceptar un folletín dentro de una manifestación cuando los grandes periódicos capitalistas imprimen cada día millones de páginas dedicadas únicamente a la publicidad. O bien, de modo activista, encadenarse a un poste hasta ser arrestado, torturándose en la arena pública e intentando escandalizar al espacio mediático y a los políticos, que olvidan tan rápido como guiñan el ojo.
Desde esta visión del mundo -sin más culpables que las víctimas del cambio climático- rápidamente llegamos a vernos a nosotros mismos como los culpables. Si el pecado original que nos precede es el de haber ensuciado la “Naturaleza”, también llegamos en este mundo siendo pecadores que repiten los gestos prohibidos. Las nuevas formas de sacrificio presentes en el activismo medioambiental, aunque puedan dar la sensación de expiar los pecados cometidos, no harán suceder un mundo mejor.
Esta lógica política también forma parte de la lógica de la reivindicación, la de los desposeídos que mendigan, que solicitan, que sueñan y esperan. Los que reclaman saben que ya se han desprendido del control que tenían sobre la situación, o que les ha sido arrancado de las manos. En definitiva, se saben desposeídos de la posibilidad de actuar. Entre una petición en la que se pide a los gobiernos de hacer algo, y una acción de encadenamiento frente al parlamento, existe una diferencia de medida, las dos se unen bajo el paraguas de la debilidad.
Todo poder es inseparable del poder de ser afectado. Encontramos potencialidades en nuestra sensibilidad compartida: el sentido de urgencia que nos impulsa a buscar nuevas formas de vivir, a querer cambiar este mundo, el sentimiento de formar parte de el, que nos impulsa a actuar, a arriesgarnos. ¿Cómo podemos desengancharlos? Las vías sugeridas por el orden existente -llámese como se quiera, Imperio, capitalismo, modernidad colonial, patriarcado blanco, mundo cosmófago- nos parecen captar aquellos afectos que pueden facilitar el buen vivir
Ni culpables ni víctimas: habitamos los cambios climáticos. Vemos que este momento de desilusión causado por la dirección tomada durante los siglos pasados es también uno de potencialidades infinitas. Cada una posee una pequeña posibilidad de detener el curso de la catástrofe. Organizando el pesimismo, que es el afecto fundamental de la época, y dándole una consistencia creativa, podemos esperar que surjan otros mundos. Ante todo debemos crear una ruptura con éste. No hemos elegido ser arrojados a un mundo que parece condenado a su propia destrucción, pero podemos elegir de continuar o de acabar con él.

Asumir la responsabilidad de esta situación, y dentro de ella, parece ser la única opción. En la llamada “América del Norte”, los pensadores indígenas del resurgimiento escriben sobre el tema de la responsabilidad. Para ellos y para nosotros, la responsabilidad se ve como una posibilidad de la vida misma, se entiende como la exigencia del buen vivir. La responsabilidad supone vivir de manera a promover renacimiento, revitalización, reciprocidad y respeto. Esta responsabilidad es intrínseca a las relaciones que nos unen a otros seres humanos y al resto del mundo, y la interdependencia está al centro de su concepción de toda forma de vida. En este sentido, se distingue de la responsabilidad de culpa/culpabilidad/ vergüenza, ya que no está designada por la autoridad legal o moral, sino que surge de la exigencia de que nuestras vidas están entrelazadas con las de los demás, con el mundo del que formamos parte y con el resto del universo.
Salir de las garras de la culpa (vivir en un mundo que devora a los demás) es necesario para responder a la situación climática, que no se despliega como un mandato moral, sino que incumbe la forma de ser. Para existir en acto, para vivir una vida que regenere a otros, que genere más, una vida que nos sostenga, no podemos seguir permitiendo que nuestras sensibilidades y las posibilidades que contienen sean capturadas por los dispositivos del poder. Nuestros medios de acción deben prescindir de las instituciones y nuestra fuerza debe medirse por nuestra capacidad de cuidarnos los unos a los otros, de cuidar de nuestro mundo y de nacer con él.
Es cuando las comunidades sostienen que ellas mismas forman parte de este territorio, de este bosque, de este río, de este barrio, y que están dispuestas a luchar, que la posibilidad política de la ecología se presenta como una evidencia. Para que la ecología sea verdaderamente política es necesario plantear la siguiente pregunta: ¿qué es lo que permite a tal o cual entorno vivir una vida buena, aumentar su felicidad? Y, por el contrario, ¿qué es lo que lo amenaza, lo que le hace la vida difícil? El conflicto, presente en cualquier configuración política, surge esencialmente de la respuesta a estas preguntas. Sin distinguir entre los enemigos y amigos de la vida que habita un territorio, sin considerar el poder necesario para la victoria en un conflicto, la ecología está destinada a seguir siendo una cuestión de principios
AUNQUE HAYA PARECIDO durante tiempo que las infraestructuras, la lucha política, la organización y la ampliación eran las que requerían mayores esfuerzos, quizás sea la otra dimensión, la de la presencia plena, de la cual estamos más distanciados. Nuestras relaciones, nuestros pisos compartidos y nuestras reuniones políticas, las hemos vivido como fantasmas, como presencias embrujadas por nuestras obligaciones, por nuestras tareas, por pantallas que capturan atención.
Un antropólogo italiano escribe que el punto de partida de todo pensamiento y práctica de la magia es este entendimiento de la presencia al mundo no como un dato estable, sino como un hilo frágil que puede romperse o restaurarse mediante objetos, hechizos y conjuros. Mientras que la magia parecía haberse alejado completamente del mundo, los dispositivos de hechizo se encuentran a nuestro alrededor, en los bolsillos de todos
El uso activista del miedo al teléfono como dispositivo de vigilancia refleja una infinita parte de lo que hace que estos objetos sean peligrosos. Las máquinas nos ofrecen una realidad intensificada, proximidad e intimidad destiladas, palpables a la velocidad de lo inmediato. Si estos fragmentos tomados de la vida, luego traducidos por pantallas de luz, parecen no pedirnos nada, ¿cómo es que nuestras máquinas están extrañamente vivas, y nosotros espantosamente inertes frente a lo que nos rodea
Nuestro pensamiento sobre la buena vida debe enfrentarse a la desarticulación de los mecanismos (de los objetos, pero sobre todo de los usos de estos objetos) que nos alejan de una presencia más plena al mundo. Cultivar una mayor atención a lo que nos conecta, a esas cosas, a esas entidades, a esos hábitos, a esas relaciones que mantienen este mundo que habitamos y que sabemos frágil, sin el cual todos podríamos sencillamente perdernos, es lo que nos puede aportar una reflexión sobre la magia en relación con la ecología.