III.
La ecología no es un partido, sino un paradigma. Nos permite situar los hábitats en su interdependencia, en su relación recíproca. La ecología como tal no implica necesariamente bloquear las infraestructuras del mundo capitalista, ni impedir la explotación del petróleo o la destrucción de territorios para llevar acabo proyectos mineros. Nos indica que debemos volver a aprender a ser indisociables del mundo, volver a centrar la atención y la sensibilidad en nuestra forma de ser. La ecología no plantea necesariamente los ecosistemas como lugares de conflicto, como espacios en los que se crean distinciones entre amigos y enemigos, y si lo hace, puede seguir siendo utilizada para apoyar la dominación. En el ámbito de la ecología, todavía es posible tomar partido por la economía, es decir, por la red de hábitos, objetos y personas que permite que el Imperio se mantenga. Que esta orientación se llame desarrollo sostenible, transición energética, cortocircuitos o permacultura, no nos hacemos ilusiones en cuanto al papel que juega en el mantenimiento de la normalidad. Por supuesto, no se trata de oponerse a la permacultura o a los circuitos cortos, sino al hecho de que a menudo siguen siendo las únicas alternativas en el seno de la economía. Como siempre, debemos recurrir a la cuestión de los usos: hacer de ellos los medios de la lucha y no los de la estabilización del capital.
Si nos enfrentamos a los partidarios de la economía, no es porque nosotros seamos ecologistas y ellos no lo sean. Si también ellos parten de la premisa de que algo en el mundo tiene que cambiar para que nosotros sigamos viviendo, hay dos aspectos en los que nos oponemos radicalmente. El “cambio” que pretenden es sinónimo de innovación, la invención de nuevas técnicas que minimizan o “compensan” nuestro impacto en los hábitats. Su diagnóstico es estadístico; sus medios consisten sobre todo en la introducción de nuevos métodos de gestión. Lo que les preocupa es el hecho de permitir que la vida moderna siga su curso sin que se noten los cambios, sin que se sientan los efectos de la destrucción. Quieren profundizar y reafirmar esta impresión de ausencia total en el mundo. Que todo siga funcionando, que la economía fluya, sin que nadie esté directamente implicado, sin que nadie tenga voz ni voto. Una transición ecológica que nadie notaría. En definitiva, que todo sea como antes, pero con un toque verde: aplastando fragmentos, aplanando mundos habitados por todo tipo de seres, para hacer una totalidad lisa (la sociedad) que se gobierne y administre a sí misma, que se explota y se rentabiliza. La ecología económica que sostienen es fundamentalmente una ecología de la ausencia. Por el contrario, para nosotros, cambiar implica volver a echar raíces en las prácticas por las que influimos los entornos que habitamos y que nos habitan, que vinculan nuestra vida al mundo. Para ello, reaprendemos formas de hacer que se resisten al distanciamiento que la modernidad ha intentado operar entre las comunidades y sus hábitats, entre los cuerpos y las comunidades.
NOSOTROS SABEMOS QUE el hecho de relacionar a los seres humanos con el resto del mundo no es lo que hace que la ecología arriesgue nuestra época. De hecho, el paso de una ontología -una forma de ser que sitúa a la naturaleza por un lado y a la cultura por otro, a una ontología relacional, en la que se fundan relaciones de dependencia, cooperación, depredación, etc., ha sido en gran medida relacionado a la ciencia de los sistemas, en la que la ecología se ha desarrollado como una herramienta para la gestión gubernamental de los territorios: ¿Cómo minimizar las consecuencias de la explotación de la tierra y aumentar así constantemente la extracción de valor?
El vínculo de pertenencia y responsabilidad que une las comunidades indígenas a sus territorios, los cuales hacen parte de su ser; el amor de los campesinos por la vida entrelazada y floreciente y su desconfianza ante el acaparamiento industrial de tierras; la irrupción insurreccional de los zapatistas contra el gobierno mexicano, la autonomía material y territorial de los kanien’keha’ka : estas existencias en acción son todas líneas que nos atraviesan. Todas estas tradiciones que alimentan nuestro imaginario de la ecología política se oponen a la visión de que ser ecologista equivale a minimizar nuestra “huella ecológica”. Son ejemplos de la intensificación de la vida, son ecologías de la presencia.
SI TENEMOS QUE ELEGIR, preferimos la posibilidad de una crisis climática bien definida, que vaya más allá de los mecanismos del Estado y exige una reconfiguración de la vida, la creación de vínculos, el replanteamiento de nuestras costumbres, a la de una extinción masiva tan bien gestionada que pasa desapercibida. Si tenemos que elegir, preferimos la ruina de la metrópolis global a la resiliencia de su transición verde.
NO ES POR motivos económicos o morales que los anishinabeg del parque de La Vérendrye se organizan para conseguir una moratoria de la caza del alce. Mucho más que un “recurso alimenticio” independiente de las redes de distribución del mundo colonial, quienes cazan en estos territorios conocen a los alces como seres que habitan el bosque y con los que deben mantener relaciones “diplomáticas”, y que así vuelvan año tras año. El reto para ellos es luchar por no perder otra forma de conciencia, otra perspectiva que existe sobre y dentro del bosque, “no quedarse solos”, como dijo una amiga.
Defender los territorios significa necesariamente aprender a habitarlos y a la inversa, habitar de verdad requiere defender los territorios. Los experimentos políticos a los que acudimos para descubrir otras formas de vivir requieren que nos conectemos, que nos apeguemos. Y es que vivir bien se refiere a la vida en un sentido que va más allá de uno mismo – “vida”-, una vida múltiple. El buen vivir implica a todas y cada una de nosotras en una vida común. Lo que entendemos por una ecología política del habitar es también una lucha inseparable por la vida. Inseparable, porque ya que su impulso surge de la vida misma, que se defiende, que florece y cae en semilla. Inseparable, porque esta ecología política no puede pensarse sin el resto del mundo que habita. Sabe que está vinculado a ella. La lucha y la vida no volverán a estar en manos de quienes la destruyen.
Por eso, la no-violencia proclamada como principio absoluto por los grupos mayoritarios es tan irresponsable como inofensiva. En este mandato de desapego, las cuestiones tácticas y estratégicas que deben relacionarse con cualquier contexto, con cualquier situación, son sustituidas por un cobarde sacrificio. Dar su nombre a la policía o ponerse a si mismo tras las rejas son dos maneras bastante eficaces de impedir que uno pueda actuar. La lógica del sacrificio implica necesariamente una delegación de la responsabilidad, y no la toma de control de la situación, como puede parecerlo a primera vista. Es una invitación a ser débil, a poner el problema más importante del siglo XXI en manos de los culpables. Para poder proclamarse pacífico, es necesario poder desplegar fuerza. Llamarse pacífico sin tener la capacidad de ser violento significa simplemente ser impotente.
DE PASO NOTEMOS la visión a corto plazo que supone el hecho de dejarse arrestar. Los activistas de estas organizaciones medioambientales se meten, tras sus acciones directas, en un lio judicial que les impide continuar con sus actividades. Aún sabiendo que la lucha tendrá que emplear un día medios más radicales, se condenan, por sus condiciones legales, a ser espectadores de la misma. Delegación y redelegación. La voluntad de auto-sabotaje es probablemente el mayor punto en común entre los grupos activistas y la civilización occidental
A la moral militante de sacrificio, oponemos la exigencia de formas de vida extáticas. El ecologismo, un discurso cada vez más popular entre grupos ciudadanos e instituciones gubernamentales, conlleva los rasgos de la política de debilidad que pretende sabotear cualquier intento de organización real, todo aquello que requiera el despliegue de fuerza concreta. Hacer más, tener un mayor impacto, cuidar mejor, sentir más. Buscar dinero, conseguir edificios y terrenos de uso común y ver florecer la vida. Pensar estratégicamente, darse los modos de producir un eco. Luchar, golpear más fuerte, usar las armas adecuadas. Robar para vivir y aprovechar del tiempo libre. Viajar en coche, en avión, para reavivar las brasas de viejas amistades. Encontrar compañeros en los lugares más inesperados, volverse sensible a la comunidad que circula, a la comuna que está presente en todas partes.
Éxtasis: beatitud provocada por una salida, un cambio en lo que se nos ha hecho como “a sí mismo”, como “posición social”, como “identidad”. Salida del mundo de las mercancías. Lejos de toda concepción liberal, una ruptura con la “sociedad”, por lo tanto necesariamente con “el individuo” que no es más que su unidad más pequeña. Secesión con el vacío. Alegría. Por una vida que se desborda y nos arrastra con ella.
La comuna, planteada como línea de fuga permite la elaboración de formas de vida ecológicas y sensibles. La comuna es una fuerza de gravedad, un peso que atrae y acoge a quienes la buscan, que les ayuda a continuar. Se materializa en aperturas, espacios para invitar y convidar, comidas y comedores compartidos. La comuna crea las ocasiones en las que nos reunimos, en las que nos mostramos lo que escribimos por la noche, lo que nuestra tía nos enseñó sobre los ciruelos, cómo afilar nuestros cuchillos de madera, como enlatar salsa de tomate, cómo tejer mantas para el invierno. Para desarrollar formas consistentes de autonomía material y política, necesitamos compartir espacios, tierras y terrenos abandonados, edificios, iglesias, casas y parques. La posibilidad de dañar este mundo reside en nuestra capacidad de crear espacios habitables, de constituir la circulación de cuerpos, afectos, ideas entre estos puntos de malla en un poder material autónomo. Una posibilidad capaz de suspender definitivamente el progreso de la catástrofe.
Los esquemas clásicos de la revolución quieren que la economía pase de manos de la burguesía a las del proletariado. La situación actual muestra que la economía es el centro del problema: su infraestructura masiva y mortífera, su lógica pacificadora y niveladora, su fuerza de captura y despojo, su empobrecimiento de la experiencia. Que la gente pueda vivir y ser feliz es lo que está a la base de nuestra idea de revolución: sustraerse a la economía y al gobierno, forjar alianzas con las formas de vida implicadas, desarrollar ecosistemas florecientes y contagiosos, lejos de las lógicas del progreso y de la normalidad gubernamental.
Mientras que los activistas ecologistas llevan años insistiendo para destacar la incompatibilidad entre el capitalismo y el medio ambiente, ahora nos resulta que el problema de la ecología puede ser manipulado para encajar perfectamente en el proyecto colonial moderno de ausencia al mundo, de desposesión generalizada. Con el pretexto de reducir la huella ecológica, un requerimiento a desaparecer.
Las ecologías de la ausencia hablan de lugares dónde no estamos, nos llevan a otro lugar, a un vacio. Nos consumen y nos proponen consumir de otra manera. Pueden ser cobardes o valientes, pero nunca se ponen en juego. Son testigos de la masacre del mundo y se alojan en ella. Lo contrario de las propuestas políticas de la ausencia son las que se encarnan en los lugares, que no solo son pura circulación de mercancías o representaciones espectaculares, las que no se conjugan en primera persona
La cuestión de la presencia, que queremos situar en el centro de nuestra comprensión de la ecología, se refiere a la noción de acción política. Entender la catástrofe medioambiental como un problema que hay que resolver y tener como objetivo la derrota del cambio climático, permanece como un olvido de sí mismo proyectado sobre el mundo.
Lo que hay que restablecer no es el clima, sino nuestro apego al mundo. Lo que hace que la catástrofe sea posible, tanto como lo que nos hace indiferentes a ella es nuestra falta de atención, nuestro desapego al conjunto que somos y que nos constituye. La suspensión del mundo descansa en la atención al cómo, está en la forma y no en la finalidad, en el uso cotidiano, en la presencia inmediata en las intrincadas maneras en las que se crean los mundos (y en la alegría de aprender a jugar en ellos).
Una ecología de la presencia se despliega en un doble movimiento, el de un apego material y existencial al mundo que habitamos. Posiciones y disposiciones. Hacerse presente es una práctica que consiste en romper con la ausencia al mundo a través de la elaboración de nuevas sensibilidades, pero también de nuevas posiciones desde las que actuar, de nuevas consistencias. Hacerse perceptible y estar dispuesto a ser percibido. Afecto y poder, orientación y grandeza. No se trata de “dos frentes” que llevar, sino de la explicación práctica del doble sentido de las palabras “presencia”, “sensible”.
La totalidad sólo puede ser gobernada, gestionada. Agarrarse a un fragmento real del mundo vale mil veces más que agitarse en el vacío, esperando que el enemigo actúe en contra de sus propios intereses. Y es que este apego, además de ser la condición de posibilidad de cualquier práctica eficaz y responsable, también aporta la alegría de restaurar la textura de la vida, de densificar nuestra presencia al mundo.
Escrito cerca del río, entre la temporada de las conservas y de las primeras heladas
*Traducción al español realizada por lxs amigxs del colectivo “Dispositions” que desde Montréal han gestionado este texto en torno a la defensa de los territorios y la reconfiguración ética de las relaciones existentes.