De Cheril Linett y Rudy Pradenas
Presentación del libro “Anarcografías del Cuerpo: Performances de Cheril Linett (2015-2021)” por Luna Grandón Valenzuela, 29 de diciembre 2021 en el Centro Gabriela Mistral (GAM).
El libro Anarcografías del cuerpo está hecho de constelaciones no lineales, que recopilan años de trabajo artístico y político, artivista quizá, donde vemos cuerpos inclasificables, indeterminables, devenidos denuncia, devenidos protesta, devenidos armas insurrectas que irrumpen la cotidianidad del capital.

Una palabra, Anarcografía, recorre este trabajo, remitiéndonos a muchos sentidos posibles cosidos con los hilos de las políticas múltiples: anarquías, cartografías, pornografías, grafías. Escrituras. El acto de escribir con el cuerpo, que es una escritura otra, con la tinta de las vísceras, de los fluidos, de las heridas, del dolor. Estas escrituras anárquicas del cuerpo nos conducen a desplazar la comprensión de un cuerpo como un fenómeno estrictamente individual. Lo que aquí vemos —quizá como ayuda memoria para nuestras pretensiones antropocéntricas y neoliberales de individualidad—, son extensiones del cuerpo en situación, vemos cuerpos en un entre, en un siendo devenido común, que atenta contra aquella ficción del cuerpo como una propiedad privada y privativa, descorporeizada, higiénica, masculina, patriarcal.
En manadas acéfalas, animalas, bestiales, her-manadas anales, el trabajo de Cheril Linett construye cuerpos otros respecto de los que nos han históricamente asignado. Cobra sentido que ni las vulvas ni las tetas sean órganos principales en esta denuncia feminista, pues hay una resistencia transversal a ese cuerpo hegemónico, materno y reproductivo que se nos ha mandatado encarnar. Cuerpos que se amamantan sin ninguna finalidad nutricia, cuerpos obscenos que dinamitan el mandato de reproductividad de la especie, pues son cuerpos que se resisten a ser la madre de la nación. Se abre la pregunta, entonces, por la relación de eso que llamamos mujer —acaso un signo fálico que deletrea mujer allí donde quiere decir diferencia y alteridad— con aquella comunidad imaginada de la nación. Un foto-montaje del mástil que sostiene a la bandera patria (todavía no sabemos dónde está ese padre) frente al Palacio de la Moneda, superpuesto entre las piernas abiertas de Cheril en pleno paseo Bulnes, nos recuerdan la violación fundacional de la nación masculina, cuyo contrato sexual jamás hemos pactado, al menos no nosotras, pese a tener un lugar perfectamente delineado para nuestra aparición como mujer. Ciudadanas de segundo orden, si nos ponemos optimistas, se nos ha hecho aparecer como formadoras del sujeto político de la nación, que en ningún caso es una mujer, una travesti, un sujete trans, una trabajadora sexual. Nuestro lugar en ese contrato que nos hicieron firmar sin consentimiento, es maternando a esos ciudadanos hombres, hijos legítimos y herederos de la nación, que succionan de nuestras tetas no sólo la leche, sino el trabajo, la energía y el tiempo, inventándose que todo eso significa amor.

Por eso es tan subversivo que nuestras tetas terminen en un beso de las amigas, de las compañeras, de los desposeídos, en un beso que no produce nada más que desestabilización, irrupción, extrañamiento de eso cotidiano que se nos cuela como normal. En este sentido, el trabajo de Cheril nos recuerda lo impensable, pero que sin embargo, nos acecha a cada instante. Nos pone frente a los ojos la muerte, y no tanto esa muerte que de toda vida es condición, sino esa muerte injusta, de esas vidas robadas, esa muerte que se erige como un símbolo —otra vez, fálico— del ejercicio del poder. A Yini Sandoval, de 24 años, la apuñalaron en su propia casa, para luego incendiar con su cuerpo recién asesinado, aquella casa que además cobijaba a sus tres hijos, todos también asesinados por efecto de fuego. Su homicida, fue condenado a 30 años de presidio, luego de 4 años sin justicia, por efecto de las presiones permanentes de la familia de Yini, porque pareciera ser que la justicia nunca es nuestra. El caso de Yini nos recuerda tantos crímenes de odio más, que no logran ser traducidos a la lógica de la justicia patriarcal. Gayatari Spivak se preguntaba si puede hablar el subalterno, la subalterna, yo me pregunto si acaso aunque el/la/le subalterne hable, existen acaso dispositivos que le puedan escuchar. Sigo dudando, es otra lógica, otra lengua, tan ajena, tan violenta, tan fundada en la apropiación, penetración y violación de todo cuerpo que se lea como feminizado.
Por ello, pienso que nombrar la muerte, y la muerte basada en el odio y en el poder del señorío patriarcal, interrumpe el flujo capitalístico de los vivos, que nos acelera a tal punto que ni siquiera somos capaces de detenernos y hacer memoria. Devenir memoria, ser la memoria, poner el cuerpo que construye la memoria y se opone al olvido. Oponerse al olvido es una actividad, es un trabajo cotidiano, que ha de ser permanente, pues nuestra memoria no entra en los libros de esa Historia escrita con H mayúscula. Nuestra memoria es un virus, que se disemina subrepto, subvirtiendo los flujos capitalísticos del deseo en la indeterminación.
Leyendo el libro de Cheril y Rudy, se me llena el cuerpo de impresiones, de flasheos, de apuntes que ahora comparto y que aún debo madurar:
Palabras, recepciones, sentidos sin temporalidad. Cuerpos, espacios, locaciones. Sueños, susurros, aguas, irrupciones del espacio público por cuerpas a las que se ha querido relegar a lo privado.
Una intimidad nunca está del todo cerrada. Ficciones políticas que tenemos que desarmar. Las casas, para nosotras, no son un lugar para soñar. Indeterminación y mudanza de sí mismx, fugas para reaprender a desear.
Finalmente, quiero agradecer a Cheril, y a todas las personas que han hecho posible y sostenido su trabajo —performers, audiovisuales, fotógrafes— gracias por llenar de acciones y de imágenes un imaginario político que, de alguna forma, vamos haciendo nuestro.