Texto de Diamela Gallegos Muñoz, integrante de la Asamblea Popular Lo Besa de Quinta Normal (presentado en Encuentro Ocupaçao Guattari en Sao Paulo, Brasil)
Cuando me llegó la invitación a participar de esto* me produjo muchísimos dilemas a nivel personal y colectivo. Quizás se hayan dado cuenta de que la socialización no es mi punto fuerte y al parecer tampoco el portugués: me da pánico sentir que la atención está sobre mí, más aún equivocarme o que no se entienda lo que trato de comunicar. Así que mi respuesta primera fue “no”.
Luego, seguido de la sensación en la guata de inquietud, de no estar conforme con ese “no” que protegía instintivamente mi zona de confort, vino la reflexión. Si bien la invitación no era a una actividad estrictamente académica, era sostenida por un contexto en el que es difícil situarse sino es al menos en la intersección entre teoría y práctica. Y lo mío -por distintos pasares de la vida- se juega en esa mezcla que lleva más fuertemente arraigado el ejercicio práctico. Entonces, a pesar de la necesidad de sentir que era mi deber poder compartir una microexperiencia -a mi parecer tan necesaria para las vidas- mi terror volvía cada vez que el pensamiento intrusivo de no “eres nadie”, o el hecho de haber apenas leído a Guattari, aparecían en mi cabeza. Entonces, sostener la afirmación se me hacía bastante difícil. No es sino hasta ahora escribiendo esto que logro entender lo importante y necesario de ese arrojo a la afirmación, aunque la memoria sensorial te derive a un estado de alerta.
Y es así mismo, con ese arrojo hacia la afirmación como empieza la historia de nuestra asamblea, la Asamblea popular Lo besa. Una asamblea en un barrio antiguo de Santiago, que colinda con la periferia sin estar situada propiamente en ella, que al calor y la convulsión que provocó el 18 de octubre del 2019, propicia el encuentro de cuerpos inquietos por la vida. Inicialmente fue una asamblea convocada por la catarsis que para muchos fue el inicio de un modo de vida diferente. Al comienzo la mayoría de las actividades eran centradas en la contingencia política, leer y analizar la constitución de Pinochet, aprender sobre los distintos temas que se proponía para una nueva constitución y realizar jornadas didácticas e informativas para dar a conocer con mayor profundidad las problemáticas en torno a esto: la privatización del agua, la devastación medioambiental, la crisis de las escuelas, la violencia vivida en los centros de salud mental , el borramiento continuo de las personas en situación de discapacidad, entre muchas otras. Fueron jornadas hermosas que lograron sostenerse en el tiempo junto a otras jornadas de juegos de mesas, huerto comunitario, ferias libres, teatro, proyecciones de películas, conversatorios etc. Paralelamente sosteníamos la participación dentro de las asambleas de Quinta Normal, que a su vez formaba parte del cordón poniente, que a su vez formaba parte de las organizaciones que fueron surgiendo con la intención de reunir a todas las asambleas territoriales que se habían levantado a lo largo del país. Así que era bastante trabajo que sostener y de una u otra manera, a pesar de que con el tiempo ya no éramos 70 personas, logramos hacerlo.
Luego llega el momento de la pandemia y el eslogan principal de todas las asambleas era el “no soltar las calles” y por supuesto que lo asumimos desde una convicción propia. Pero entre el toque de queda, el miedo y la situación de precarización agudizada de la comunidad, esto nos obligó a replantearnos los modos y ejercicios colectivos que hasta ese entonces llevábamos. No fue un encierro de esos silenciosos que nos permiten encontrarnos con nosotrxs mismxs y sentir con mayor atención lo que estaba pasando: éramos en ese momento arañas con pelos, pero con la capacidad de tejer momentáneamente cooptada. Fue un encierro de mucho trabajo y sin descanso, ahora más que antes necesitábamos levantar espacios de sobrevivencia, porque había más hambre, había más enfermedad y el arrojo a la vida que nos había levantado inicialmente, ahora era una sensación de roce constante con la muerte. Calles vacías, miedos y carrozas que constantemente venían en busca de los muchos muertos que el virus cobraba diariamente.
No era ya el paisaje alegre y lleno de colores que habíamos estado construyendo y la energía que había puesta en el interés y deseo de crear nuevos modos relacionales, ahora estaba puesta en el asistencialismo que suponía esta nueva crisis. Lo que nunca sospechamos era que ese encuentro agudizaría aún más nuestros pelos de araña y devolvería a nuestros cuerpos la capacidad de tejer a un nivel mucho más íntimo, pero no por eso limitado. El encierro nos obligó a salir a otros lugares de nuestro barrio, lugares escondidos y sombríos, buscando entregar apoyo a quienes ya no podían sostenerse, esas personas que no encontrábamos cuando ocupábamos la plaza. Entonces, ese asistencialismo del que tanto habíamos renegado se transformó en el encuentro íntimo con el/la otra, en la posibilidad de tejer compañerismos sensuales: mirarnos, escucharnos, olernos, tocarnos y abrazarnos entre estos cuerpos que hasta hace poco se cruzaban en el barrio sin siquiera mirarse. La olla común fortaleció aún más estos lazos y la participación activa de más vecinoas: jornadas de sanitización de la plaza, reuniones por zoom, protestas, acompañamientos judiciales, sonrisas y silencios, permitían darnos cuenta de que lo que sentíamos a muerte no era más que la reafirmación radical de la vida. Se levantaron algunas medidas sanitarias y pudimos retomar las actividades en la plaza que había cobijado tantos encuentros y que ahora parecía triste por la ausencia de las personas que la transitábamos usualmente. Los niños que participaban de las jornadas y con quienes nunca perdimos el contacto, ahora parecían demasiado grandes para los juegos y los narcos ya habían hecho presencia frente al abandono del lugar. Junto con ellos llegó el Jonathan de 10 años, que era el dealer de los narcos, y su hermana de 13 de quien los mismos narcos abusaban, pagándole por tener sexo con ella. Ambos vivían solos en un auto afuera de una población. El Lauta y el Ale, en vez de malabares y juegos de mesa, ahora preferían el asado con los narcos y drogarse para olvidarse un rato de que no tenían un lugar en la ciudad.
La pandemia y el cansancio por tratar de persistir en la mantención de una colectividad sustentada en autogestión, arrasó no solo con la vida de muchos vecinos, también con la vida de muchas organizaciones: la incapacidad de lidiar con las diferencias que surgían en muchas asambleas o agrupaciones que habían estado activas terminó quebrando lazos -al parecer irremediablemente-. De 6 asambleas en la comuna, sólo quedábamos una; y de las más de 20 en el sector poniente, éramos solo dos las activas. En medio de la atención hacia el plebiscito de entrada para cambiar la nueva constitución, sabíamos que no podíamos dejarles la calle a los narcos y evangélicos que se habían apropiado del espacio; y que era necesario armar nuevas maneras de habitar el territorio que suscitaran el interés de las vecinas y vecinos. Sabíamos que los vecinos habían perdido el interés por saber del agua y de la constitución, que había una especie de conformismo respecto al proceso constituyente, que terminaba por regular muchos cuerpos que en algún momento habían estado inquietos por conocer otras formas de existir. Asumimos el deber de no entorpecer de ninguna manera el nuevo proceso, entendiendo que sería este una nueva regulación que permitiría mayor dignidad a todas y todos. Pero nos era imposible dejar de sentir que -más allá del resultado de este proceso que acompañaba nuestro deseo a nivel estructural- el deseo micro estaba en potenciar que el territorio que habitamos fuese también el lugar de los sin lugar. Se levantaron varios talleres: de cueca chora, de boxeo, de ajedrez y batucada. Se reforzaron lazos con nuevas organizaciones compuestas por integrantes de las asambleas ya disueltas. Decidimos construir con grupos que considerábamos sectarios e incomodar amablemente en cada encuentro con la pregunta por el hermetismo y la invitación a considerar una apertura más allá de las afinidades. Hemos aprendido a lidiar -inseguridades y sospechas, mediante- con esas alianzas de las que muchas/os ya han hablado aquí: esas alianzas imprevistas y antes vistas como imposibles; alianzas con la institución de la cual muchas veces renegamos y que hoy nos abre una posibilidad para seguir accionando. Entre la asamblea y sus talleres y la cooperativa de alimentos y la escuela de formación política y los traperos de Emaús y los animales y los árboles y las flores y los bichos e incluso el cemento; entre la Jenhy, el Jonathan, la Ashley, la Pame, el Pablito, los movilizantemente queridos y llorados Ale y Lauta; y tantos otros, hemos logrado sostenernos, a pesar de esa pulsión de muerte que a ratos nos visita individual y colectivamente para recordarnos que frente a la parálisis sistemática no habrá vida posible.
Si nos preguntan cómo hemos logrado sostener una asamblea -que aunque no muy grande, sí muy diversa-, quizá pueda sonar muy simple y básico. Pero diría que ha sido gracias al hecho de comprender que con el tiempo, lo común sí permite las diferencias; que lo común no implica necesariamente lo homogéneo; que ser capaces de sostener la incomodidad de enfrentarse y armarse con otro -incluso radicalmente distinto- es la posibilidad de construir vidas vivibles desde el goce y la alegría. Que no necesitamos replicar las experiencias en distintos tiempos y espacios, sino que agudizar nuestros sentidos para poder sentir las alegrías, las tristezas, los cantos, movimientos y gestos mínimos de todo y todos quienes nos rodean, para lograr percibir en una lectura situada cuales son los ritmos y deseos de construir, en el contexto de la lucha que decidimos habitar. Que es tremendamente necesario permitir que en ese espacio común lleno de diferencias, se vuelva imprescindible darle cabida al cobijo, a la amabilidad, a la contención y al amor. Y que es ese mismo encuentro entre las diferencias el que hoy nos permite alegrar las calles del barrio al son del carnaval.
*Encuentro Ocupaçao Guattari en Sao Paulo, Brasil