Este texto se comenzó a escribir en Panguipulli algunos días después del asesinato de Francisco Martínez: malabarista, viajero y artesano. Conmovidos frente al horror buscamos implicarnos con las resonancias e interrogantes locales que planteaba su asesinato. Tomar posición y tantear una alianza con el relato de su vida, con el combate cotidiano que expresaba su arte callejero y que lo había convertido en el nuevo objetivo de la perversa máquina de cacería oligárquica. Sin embargo, cuando aún no terminaban de enfriarse las cenizas de los incendios y las barricadas con las que buscamos sostener la mirada y persistir ante la inenarrable impotencia de los hechos, la infraestructura de cacería y rendición pasaría a la ofensiva. “El Tibet”, como le decían sus compañerxs a Francisco, al desafiar un arbitrario control de identidad sería el primero de una serie de ejecuciones con que se intensificaría durante febrero lo que hace un año y meses declararon los genocidas neoliberales como una “guerra contra un poderoso enemigo”: esas fuerzas múltiples, anónimas e inquietas del oktubre-19.